Pintor y poeta

JOSÉ LUIS HIDALGO

‘Sol de la muerte’, José Luis Hidalgo

        El mejor acuerdo que tuvieron un día los santanderinos y admiradores de José Luis Hidalgo, fue este de colocar un busto del poeta montañés en un jardín. El homenaje deja así, en el tiempo, una fuerte realidad, pues ha de penetrar con más intensidad el perfume de su recuerdo en toda alma sensible que tropiece en cualquier día del año con el pequeño monumento al trovador de la muerte.

        Reunidos el día de la inauguración un selecto grupo de poetas, se habló de la obra literaria del inolvidable ausente. Pero … ¿y el pintor? Su indiscutible mérito literario le llega por anchas vías, una de ellas la pintura. No voy a hacer aquí una crítica literaria sobre tan exquisito poeta: plumas autorizadas le han puesto ya en su merecido lugar. Pero sí voy a abrir del todo esa puerta medio cerrada de su pintura, aspecto suyo casi desconocido.

        Fue Hidalgo un pintor que ya desde sus comienzos, antes de escribir, descubre una marcada tendencia internacional, no porque la madurez en este arte fuera ya por él alcanzada, sino por su visión ideal de las cosas. En un pueblo cualquiera de las costas nórdicas pueden vivir “Estos”. Son tipos españoles, pero como trasplantados y perdidos en una luz que no es la nuestra. José Luis necesitaba “ver” lo que nunca había visto. Y lo vio. Lo vio desde Valencia y desde la “tierruca” suya, boca de Castilla que besa la mar. De todas partes, como “Estos”, son también sus grises ríos con árboles pelados en las solitarias orillas. La calma de los mares bajo la nube negra, que nos va a estremecer con algunos truenos y … nada más, lleva al alma al deseo de vivir una vibración semejante, a meterse en la mágica envoltura de las telas de José Luis. Si un artista deja huellas tan hondas que producen ansias tan desconocidas, esa, aunque no alcance todavía su definitiva forma, es la andadura de un recio pintor.

        Soñó los desiertos del agua. Sus marinos son él, y las manos de ellos son las suyas propias; los gestos de sus pescadores, con ojos profundos fecundados de visiones por aguas innavegadas, son también los suyos. Y ahí están los acordeones mudos, mezclados con panchos y anguilas, revueltos entre trapos verdes y platos azules, que nacieron y rodaron por las maravillosas playas del interior de José Luis.

        También le baila delante Thamar, como si José Luis fuera un atormentado príncipe exótico. Le danza sumergida en una luz azul y entre verdes árboles altos crecidos sobre montes amarillos. El pincel de este pintor deja en las imágenes, sombras rojas entre luces grises. Y negros colores tristes, de tristeza que nos gusta …

        Apetece apoyarse en esa esquina del farol, bajo la luz que tiembla. O sentarse al pie de los tres árboles desnudos, con las ramas en forma de lira. Y contemplar la bruta danza de los hombres prehistóricos, que cortan y encienden el aire con el hacha y la antorcha. Estrechar esas manos solas, de nadie, que apuntan a una sombra o mandan pararse. Y quedarse pensativo ante ese retrato del que fue en el mundo poeta Julio Maruri, ahora fray Casto del Niño Jesús; colgarse de sus ojos hundidos como puñales en la altura.

        José Luis señaló una nueva manera de ver en el tema de los andenes. De la nerviosa espera de los viajeros, que ya se sientan impacientes en el bordillo de las aceras. Con los pies puestos en los railes olvidan el miedo al paso de algún carro silencioso del servicio, que les corte las piernas. Hay quien cruza la vía. Y una niña se aprieta contra su padre de una forma que indica elocuentemente la dolorosa despedida que se avecina. Alguien lee un periódico. Algunos viajeros esperan tranquilos, son la nota serena. Y otros van, con la colilla en los labios y muy decididos, hacia la puerta de salida.

        La cuerda que más le suena al hombre suele ser la de la pintura. La tendencia a reproducir en colores cuanto vemos asedia a casi todos desde la niñez. Al llegar al total desarrollo muchos la olvidan, aunque alguna vez sienten su sacudida; pero otros son seguidos tenazmente por este arte, como la sombra al cuerpo. Y en ellos se hace naturaleza. Y la mano obedece al soberano hechizo, que manda a la mente y al corazón. Y allá va todo al lienzo. José Luis fue uno de los hechizados de la pintura que alcanzó consecuencias insospechadas que se extendieron a otros campos en los que la fama le cubrió la frente de rosas. Se vienen al pensamiento Víctor Hugo y Teófilo Gautier, quemados también por otras llamas.

        Sobre todo esto cavilaba yo en compañía de su hermano César en los silencios que de vez en cuando cortaban la agradable charla que sostuvimos en su casa. Con la mano tendida me señalaba algunos de los cuadros de José Luis. No eran necesarias explicaciones. Todo lo decían aquellas pequeñas obras llenas de ternura. Palpé, al verlas, gargantas estremecidas que traían al labio roces de un aire caliente que venía del alma. Toqué muros de cristal acuchillados por vivísima luz. Me vi en grandes salas de pavimento brillante, como espejo donde el cuerpo se desdobla. Todo un mundo vibrátil se palpa en las pinturas de este artista de la Montaña. La poderosa imaginación con la que José Luis vestía su arte de la pintura tenía que deshacer su naturaleza física. Y así la muerte cortó por la mitad la curva de una vida que había tropezado ya, en su altísimo vuelo, con el rocío de otro maravilloso destino.

LUIS CARRERA MOLINA

Artículo publicado el domingo 15 de junio de 1958 en el Diario “El Norte de Castilla”, de Valladolid (España).