JUAN GRIS
‘Retrato de Madame Josette Gris’, 1916, Juan Gris
Un cuadro ha de ser una gota de universo, una relación serena de partes equidistantes, correspondencia perfecta de ellas con una causa directora o centro que lo suspenda todo sobre el vacío de lo aparentemente muerto. La vida, en su variada gama de aspectos insospechados, se nos presenta en la obra de arte como algo que se nos comunica por el impulso creador del movimiento interno del artista, apartando de nosotros la sensación de cosa quieta, para hacernos resbalar por el sugestivo interior sensible, llevándonos de una parte a otra, como por un dantesco Virgilio, por lugares diversos. Mentes claras nos señalan ahora campos nuevos de viejas realidades, de las que se detienen en el plano, para dar soluciones exclusivamente con la altura y la anchura. Y de las otras, aparentemente más accesibles al vulgar contemplador, que parecen apoyar toda su fuerza en esos escenarios profundos, donde a muchos les resultaría muy agradable dejarse llevar del vértigo que empuja a adelantar el pie, olvidando que allí, en la mitad, está el lienzo como una pared de cristal. Es esta perspectiva la que produce un falso impulso en el no iniciado, que toma todo esto como parte principalísima del cuadro, cuando, en realidad, suele ser exagerado equilibrio de valores. Si quitamos de estas realidades la pretensión de “engañar a los pájaros”, estaremos en este otro concepto justo, que también cuenta en el arte, éste del juego de valores que llega incluso a despedazar la forma y a veces hasta la luz, como ocurrió con los puntillistas, en su muy bien aprovechada lección, que les vino de Velázquez. Este rompimiento ha tenido originalísimas consecuencias en la obra de un gran artista español.
Viene esto ajustado a la exposición que se ha celebrado recientemente de las pinturas de Juan Gris, en Londres, el madrileño pintor, ya muerto, que supo conquistar un sitio excepcional en el avance del arte del primer cuarto de este siglo. Es el concepto de este pintor el más templado en la línea cubista.
Sigue un camino sereno que ataca sus problemas sin dejarse llevar de cantos de sirena que le aparten de su ruta. Entre el blanco y el negro se equilibra la obra de este gran pensador del color. Y en cuanto a la forma, toca en el radical extremo que comienza en aquella antiquísima sentencia egipcia, grabada hace más de tres mil años en una pared: “Todo el arte consiste en una combinación de conos, cuadrados y cubos”.
Nuestro gran pintor nos saca de ahí gran consecuencia, aplastando volúmenes entre bellísimas sinfonías de gris. Y con las inclinaciones convierte en aéreo cuanto crea, elimina rigidez de los rectos límites y lleva sus volúmenes al olvido de su propio peso. Parece empujar sus esferas con un soplido diagonal que le trunca las formas, logrando en ellas una belleza insospechada. Y he aquí que no se puede esperar de sus obras un resultado vulgarmente lógico, sino otro muy semejante a imprevisto giro de golondrina. El arte de Juan Gris es un constante quiebro entre variaciones de un mismo cielo, meditaciones en la soledad de un patio. Hay luces suaves que no se ven en parte alguna y vasos de cristal gris-amarillo que adquieren la importancia de seres vivientes. Es un testamento de símbolos, dejado así como al azar, que se nos mete dentro. Entre Braque, Picasso y Leger fue el menor; pero ha sido el más puro y en su tono fue, acaso, más grande que ellos. Desde Gris hay que empezar otra vez y pasados algunos milenios, traer carga nueva que vuelva a cerrar el ciclo del eterno tanteo del arte sobre el lomo de los siglos.
El cubismo es, desde este pintor, como un papel roto en diminutos pedazos que se pierden en el infinito; cada trozo vuela ya sin cesar hacia la silla de un asentamiento de belleza pura. Hay, además, pasta de gran maestro español, de esos que labraron sobre el lienzo la suprema artesanía. También Juan Gris sabe de esa atracción que sobrelleva el verdadero artista: del cuerpo de color sabiamente arrastrado por el pincel, que deja tras de sí surcos de materia viva. La tradición bulle en él de manera parecida a cantante rumor de abejas que tuvieran bajo tierra hundido su panal. Sobre esto, la inquietud de ahora, sin quitar el pie del soberano conocimiento. Tiene así la solidez que vuela, se adivina esta ambición en sus creaciones. Y es natural el resultado.
La fría y severa crítica inglesa ha sabido rendir un justo homenaje a la obra de este gran “jacobino”, expuesta en la Galería Marlborough de la capital británica.
LUIS CARRERA MOLINA
Artículo publicado el domingo 28 de diciembre de 1958 en el Diario “El Norte de Castilla”, de Valladolid (España).