Desde Madrid

JORGE PIÑEROSS

          Piñeross es una planta que pinta, o un tejido humano que se abre como una flor selvática. Así es el colombiano Piñeross. A través de este pintor las plantas hablan, y habla esa piel salvajemente multicolor por todos los poros. Parece inconcebible una pintura así, tan apretada que rezuma color gota a gota. El microcosmos asoma, se hace grande y nos hechiza como un animal que se nos apareciera por sorpresa. Es también como si las algas hubieran abandonado el mar para remontarse al espacio, allá donde la luz no existe, donde la noche es un eterno vacío. La poesía es un rumor alborotado aquí, acaso por demasiado embutida en la ciencia; pero con un encanto de piedras preciosas machacadas, y también de hojarasca que el viento revuelve. Pienso en las espumas de color partido contra las piedras, en el fondo de una catarata.

         Piñeross busca abstracciones espaciales que le llevan a las vidrieras góticas. Pudieran ser los ventanales hermanos desconocidos para este creador, que tiene todo el aspecto de un caballero español de la Conquista. Pudiera llevar este pintor en sí la sangre de un artesano que se quedó olvidado en la penumbra de un laboratorio medieval y, renacido en Piñeross, le mande a su pensamiento y a la mano. Se me viene la idea de un personaje de cuento oriental tejiendo tapices y alfombras. Pero no puedo eludir el pensamiento de que acaso Piñeross se sienta alguna vez un ser torturado que se transforma en vegetal, en árbol, hoja o hierba.

         Es una pena que no puedan verse por todos estas formas vestidas con su color, aunque en el claroscuro se vea mucho de su fuerza. Pero no basta el juego del negro y el blanco. El negro juega, no obstante, un papel principal en estas obras expuestas en la Sala Neblí. Quizá esa brillantez de joya en sus colores se debe al negro absoluto del fondo y a unas líneas blancas que son un múltiple cruce de arañazos. Importa mucho saber que Piñeross, aunque lleve su voluntad hacia bellísimas abstracciones, no pierde de vista la firme base de la composición -en esto es completamente clásico-lineal- que le da un sentido perfecto de realidad a sus obras. Se puede decir que lo que este pintor ha puesto en sus cuadros lo hemos visto en alguna parte, aunque nos desconcierte cultivando un terreno propicio a mezclas extrañas de corte rutilante, cosa que no debe en cierto modo sorprendernos, por ser muy propio el influjo en quien ha nacido entre la exuberancia vegetal de aquella lenta América que se envuelve en mantas milenarias.

         En estos lienzos no se busca naturaleza; pero Naturaleza preside como un peñasco las telas fundidas en resplandores del colombiano Piñeross. Los hijos de América no pueden evadirse del prodigio oscuro, del planeta naciente, de esas vértebras andinas que hunden sus faldas en nerviosas algarabías de pájaros, fieras y hojas. Esto sea lo que tal vez aprisione a Piñeross su pensamiento director. Y he aquí reflejada en estas obras una lucha titánica que nos viene a recordar la de los artistas del Renacimiento, empeñados en tocar con los dedos la misma razón del Arte, utilizando para sus fines el apasionado fuego de la antigüedad y la frialdad de aquella ciencia, tan envuelta aún en sofismas. El arte y la razón navegan paralelas en las aguas profundas de estas creaciones del pintor sudamericano, y han encontrado en las orillas una especie de fruto partido. Piñeross hunde su arado en las simas del cuerpo humano. Y mira desde la altura, como si fuera un cóndor.

LUIS CARRERA MOLINA

Artículo publicado el jueves 2 de marzo de 1967 en el “Diario Regional”, de Valladolid (España).