Desde Madrid

EL BODEGÓN

  ‘Bodegón con cubiertos’, Pancho Cossío

         En la Galería “Theo” de Madrid, se ha inaugurado recientemente una interesantísima muestra de bodegones. Se descubren en ella valores que aún no habíamos visto, a pesar de tratarse de pintores que ya hace tiempo lograron fama.

         Gozamos ante los bodegones -fundamento de toda gran pintura- porque sentimos en ellos la gran fuerza silenciosa del aprendizaje tenaz que crea al maestro sin deslumbramientos. Se disfruta con unas formas que se nos acercan en Solana hasta que las cosas nos tocan, que se nos alejan en Pancho Cossío hasta perderse en un inacabable soplo de lejanía.

         Tendríamos que hablar aquí de las soledades del bodegón: los huecos que rodean jarras y manzanas, ese fondo que vuelve tan íntimo todo hasta hacerlo casi hablar. Las hablas del bodegón discurren más por sus espacios vacíos que por las cosas mismas. La emoción se queda quieta y la soledad se vuelve algo que se puede tocar y coger, como tocamos y cogemos un pan.

         En el mundo apartado de un bodegón, donde todo parece bendición al trabajo y a la santa voluntad del esfuerzo, donde un cosmos gira con independencia de lo humano, dando vida propia a cada cacharro; en este mágico rincón, digo, se disuelve la incertidumbre en esas tazas blancas junto a servilletas que parecen manos o palomas buscando los redondos cestos sobre mesas de hierba, quebrada la soledad con una ventana sin luz, como sucede en un ejemplar trabajo de Cristino de Vera.

         Luego caminamos sobre los bodegones de Quirós, llenos de peces secos, toda una lección de sugerencias. Parece que en esta inmovilidad no se concibe esa ligereza de agudo nadar perforando el agua en frenética persecución, el agua o el vacío. Sin embargo, en estos peces se estremece la vida pasada con inesperada presencia, batiéndose el recuerdo sobre nosotros.

         El barroquismo de Benjamín Palencia deshace un tanto alguno de sus bodegones por febril exceso de construcción. Y los rojos sobre los montes recuerdan heridas en oscuros toros. Allá lejos los crispados paisajes asoman tras de la fruta. El aire sangra, se vuelve clavel reventón y lo rudo se vuelve más áspero y crudo en esta rebelión de colores enteros.

         Vemos otra vez a Solana con el oro de su pintura que descansa sobre oscuros de vino tinto y grises de papel viejo. Y a Cossío con su vaho, sombra de sombras …

         El dulce Pedro Bueno, tan blando siempre por fuera y por dentro, que vive en olvido constante de lo humano hasta llegar a ser toda su obra figurativa un delicado bodegón, nos deja en el alma un intenso cavilar, por la inocencia de su arte.

         En cambio, Blardony taja la forma con una manera de hacer cortante, como de desigual borde de hojalata. Y así también la incisiva línea de Caneja, casi escritura.

         Vemos a Colmeiro, precipitado maestro de las cosas abandonadas en cualquier parte. Y a Lago, poeta de la pobreza humilde, una razón clavada en el suelo y sedienta de alturas como un cardo solitario.

         Y pasamos y repasamos esta delicia de pintura de celda que es el bodegón, taza donde viene a beber el arte cuando quiere recobrar la forma. Bueno sería que la borrosa sinrazón de gran parte de la pintura actual recibiera el buen consejo de estas muestras concretas que no olvidan, a pesar de todo, su buen hacer.

LUIS CARRERA MOLINA

Artículo publicado el jueves 8 de junio de 1967 en el “Diario Regional”, de Valladolid (España).