ANTONI TÀPIES

Acróbata y joven arlequín

  ‘Gato y pirámides’, 1948, Antoni Tàpies

Museo Reina Sofía

         En cierta ocasión me encontré, de visita y solo, entre las tapias blancas de un cementerio. Había nevado. La soledad fuera absoluta si yo no me encontrara allí. Y las cruces me parecieron, con sus rígidos brazos abiertos, una multitud de gentes que me rodeaban implorantes, como si quisieran turbarme con su dantesca y trágica súplica. El silencio y la blancura eran tan grandes que me asusté de mis propias pisadas. Y como si mis ojos buscaran afanosamente una tabla de salvación, prendidos quedaron en las manchas y grietas de las tapias, hallando en ellas un mundo que hechizó mi pensamiento.

         He llegado a sentir cosas parecidas al encontrarme con la obra de Antoni Tàpies, el pintor abstracto. No me ha sido posible librarme de ralacionar con éstas, aquéllas sensaciones que viví en el campo de los muertos. Entre aquello y ésto no hay más que un solo paso.

         No es nada nuevo que el agua de las nubes, al resbalar sobre los muros, descubre en ellos sombra de formas. Si el arte es sugerencia de ideas y sentimientos, nunca con mayor oportunidad tropezaremos con Tapies como en esta ocasión. Este pintor nos abre hondos parajes insospechados, junglas de fantasía, donde existen ‘cosas’ y ‘seres’ que él nos quiere ‘definir’. Pueden ser desiguales circunferencias hábilmente mal trazadas con la uña, que encierran un mal’ dibujado puchero con una grieta que le forma el asa. De otros arañazos en su base podemos deducir unos tizones medio apagados. Es humo último una mancha que le envuelve, aliento que del fuego se levanta, para enlazarse con el cielo. Nos podemos inventar un mar transparente; y entre dos aguas un pulpo. En la arena un óvalo y, dentro, la huella de un pié. En un acantilado una puerta desvencijada y, sobre ella, un triángulo que parece una señal. Muy cerca, y mordido por el mar, el inacabable desierto pálido, bajo un cielo bruno, sin estrellas. Montones pequeños de arena aquí y allá; en uno de ellos se adivina enterrada la cabeza monstruosa de un hombre con cara de gato, que clava su mirada fija sobre un grupo de pájaros. A su lado una piedra vertical, hundida hasta la mitad, por un lado nos enseña los enérgicos geroglíficos de una lengua desconocida. Blancas palomas y calamares negros juegan entre estos signos el contraste de la vida y la muerte sobre el color verde oscuro de la piedra. Es indescriptible la belleza de este mehir del desierto, envuelto en luz rojiza. La pintura abstracta tiene también su luz. La silueta viva de las pinturas prehistóricas la alcanzamos aquí al ver un murciélago volar, recortándose su cuerpo oscuro contra este cielo, bajo esta bóveda de la divina cueva de Dios. En este lugar un arqueólogo se quedaría absorto al descubrir que también en las almas puede haber arqueología.

         Una luna casi redonda, perseguida por dos caimanes celestes, viene rodando hacia acá. La cola de los saurios pinta en el aire un cósmico perfil de rostro humano. Le adorna rizada barba: es un rey de una Persia sideral. Arrugas hondas le cruzan la frente pensativa. A su lado hay un esclavo retorciéndose, como si acabara de recibir un latigazo del fantástico rey.

         En la arena se vé una tapa, una puerta mal ajustada que dá acceso a un pasadizo secreto, tal vez hacia el sepulcro de un faraón primitivo. El viento caliente ha dejado al aire el secreto de aquella última y soberana voluntad. El sol abrió sobre esta madera gris, hendiduras innumerables exploradas sin cesar por pacientes caravanas de hormigas, que aparecen y desparecen de una manera rítmica. Piensa uno aquí en el eterno ser y no ser. La edad de esta tabla puede ser de siete mil años. Quizá se hiciera con material de restos bíblicos. El Arca de Noé pudo llevarla clavada en el vientre. Pero … es necesario librarse de tanto hechizo y volver de estos abismos, al pintor, antes de que el pensamiento se embruje. Creo que se viven en esto realidades tan intensas que es muy fácil olvidarse por completo de que se contempla pintura; tal es su pulso. Hay que virar en redondo la nave de los sueños, hacia el poeta que les dió la luz.

         Antoni Tàpies es un artista solemne y triste. Toda su pintura está dentro de los sepulcros o, mejor, en las antecámaras de las tumbas pretéritas. Está a punto de traspasar el umbral y se para ahí, ante esa penumbra que él mismo se inventa. No es pintura para soñar despierto. Ni para soñar dormido; es para soñar … muerto, si más allá de las leyes físicas el cerebro pudiera seguir funcionando, un poco antes de desintegrarse. Un malogrado ‘hágase’ se presiente en estas abstracciones y se ve contraerse y dilatarse el alma, con parpadeo de estrella.

         Esta pintura es una pregunta ignorada que no tiene respuesta. Aunque se desprende de ella una lección concreta: la imaginación es necesaria para ver y sentir dentro de las abstracciones, y también fuera de ellas. ¿Qué nos importa que un artista busque sus mundos con polvo de marmol sobre pintura blanda? ¿Importa mucho que también lo intente por la impresión de sacos? Lo interesante es que no son obras casuales, no son una mentira; y si lo fueran tendríamos que convencernos de que hacen falta muchas como esta. Pues si el arte abstracto es absurdo, hay que reconocer, al menos, que es un grande y necesario reactivo; aunque en cierto modo, quizá fuera poca cosa servir sólo de purga. En arte dos y dos son cinco; y es en esta clase de pintura donde mejor se vé. Es necesario renunciar al intento constante de enterrar las abstracciones puras. Y olvidarse de que los pintores abstractos son sacrílegos que traen al escenario a un convidado de piedra.

LUIS CARRERA MOLINA

Artículo inédito, escrito en marzo de 1997, en Valladolid (España).