Cuadros de Joan Miró, en Bruselas
Joan Miró, “Mujer escuchando la música”.
Ochenta cuadros de Joan Miró han sido expuestos recientemente en el Palacio de Beaux-Arts de Bruselas, valiosa colección de sumo interés, por representarse en ella toda la substancia del arte de este gran pintor.
Es un artista que ha prescindido de lo que fue más importante en mucho tiempo: la tercera dimensión. Consigue con ello dar la más alta categoría a la línea, alcanzando ésta el máximo dinamismo.
Algunos cuadros de Miró nos hacen percibir ese rumor tenue que hay en la naturaleza, motivado por los seres que pululan por el suelo: caracoles, hormigas, saltamontes y arañas, formando ese pequeño concierto que todos hemos oído alguna vez en el campo, en una noche serena. Caminando por la senda de lo mínimo, llega a la belleza más intensa.
Miró es como un cristal de aumento por el que vemos la maravilla del mundo pequeño, eso que bebemos en el vaso de agua, lo que vive bajo la huella que nuestro pie deja en el suelo.
Se sitúa Joan en el origen de todo, en los intentos del alma antes de crearse la pintura, en ese arañazo que la uña del hombre prehistórico deja en la pared de su cueva.
Su fascinante color nos atrae como sirena al abismo, enredándonos el alma en finísima telaraña que no podemos percibir antes de caer en ella. ¿Qué vemos? No se sabe ni importa saberlo, sin darnos cuenta nos lleva al principio, donde se batían por la vida los grandes dinosaurios.
Hay en su obra vida tanta, que llegan sus plantas a tener ojos y oídos como aquellos árboles de Gustavo Doré.
Es un franciscano de la plástica, no desprecia una piedrecilla, flor o hierba.
Su pintura no necesita marco (otro hilo indicador de su prehistórico mundo) no se puede encerrar, hermanándose así con el arte japonés, que también huye de los límites.
No se pueden recibir lecciones de Joan, quien le siga se verá atraído, sin remedio, hacia un acantilado que hunde la nave de Ulises, si es preciso. Es un arte para gozarse en él, para verlo como una flor en un matorral; ha de gustar porque sí, sin más explicación; “así es la rosa” y no busquemos más, en eso está su más alto sentido, de ahí su pureza.
Bordea los sueños con sumo cuidado; mira con simpatía el surrealismo, pero a distancia, porque toda la poesía de su pintura se vería quebrada. Prefiere ser el poeta puro de imágenes, intérprete de los más profundos estados del alma.
Los signos presiden su obra, en ellos ha llegado a una realidad que se vuelve al arte del hombre que, ojo avizor, sujetando nerviosamente su arco tenso, cazaba sus piezas con rapidez de tigre y con la misma velocidad las dejaba pintadas en la roca de su oscura gruta.
Europa saludó en Bruselas a este pintor catalán, embajador del arte moderno que supo encontrar un camino maravilloso, una senda mínima, que le ha llevado a la montaña más alta, la del pico que duerme entre las nubes.
LUIS CARRERA MOLINA
Artículo publicado el domingo 17 de junio de 1956 en el Diario “El Norte de Castilla” de Valladolid (España).