PINTORES DE AMÉRICA

Diego Rivera, el artista de la Nueva España

Diego Rivera, Mural “Historia de México”, fragmento.

          Si Miguel Ángel viviera en esta época, no le disgustaría verse tratado como igual por el pintor mejicano Rivera, pues si el coloso italiano creó su arte con puño de atleta, el artista de la Nueva España construye su obra con la fuerza de una mano que empuña el látigo. Con este gran artista, nacido en un distrito minero de Guanajuato, conoce mundo una nueva época de gloria pictórica semejante a la del Renacimiento. El color de su pintura es musical, como el de Tiziano. En su composición y dibujo va del brazo de Giotto. Esto, mezclado con su sentir americano puro, le da ese matiz del arte indio de Asia, que hace de sus figuras gentes de serenidad enigmática.

          Estuvo Rivera en España en 1907, trabajando al lado de Chicharro, aquel insólito pintor español de “Las tentaciones de Buda”. Por Francia, Bélgica, Holanda y Alemania anduvo también el épico pintor americano. Después de regresar a su país volvió a Francia, recibiendo allí poderoso influjo de la Escuela de París, que aún perdura en sus frescos. Pasó a Italia y al volver a Méjico se convirtió en el restaurador de la gran pintura mural. Decoró la biblioteca de Chapingo y el Palacio del Gobierno en Cuernavaca. Estuvo en París en 1927, y al volver a su patria fue nombrado director de la Escuela de Artes Plásticas. Ejecuta después grandes frescos en California, Detroit y el Centro Rockefeller de Nueva York. Y por último conmemora en una gran obra la Conferencia de Chapultepec.

          Este discípulo de Fabrés, Parra, Rebull, y Velasco, se siente luchador contra Hernán Cortés; en muchas de sus pinturas se ve que le hubiera gustado capitanear los indios de la Batalla de Otumba, que tuvieron el valor de enfrentarse con los jinete-caballos, centauros de la conquista, mandados por el gran conquistador español. Rivera no tiene, él lo sabe, la indiferencia del indio; lo que de latigazo tiene su alma, le viene precisamente de la parte inconforme de España, de la que lucha desde los montes. Moctezuma del arte, vuelve sin querer la cara al mundo azteca y quiere defenderse de ello amenazando al pasado con sus pinceles a guisa de cuchillos. Diego Rivera es un conquistador mejicano de genio español que pisa seguro con botas enjoyadas con espuelas de oro. Es jinete de caballo blanco que muestra al indio el camino de ser emperador mundial, y para conseguirlo pinta carros prehistóricos tirados por indios, con tan pesada carga de flexibles cañas en haz, que más parece que trasladan montañas.

          Rivera es el fundador de la escuela de pintura mural más importante del mundo actual, que busca la rehabilitación del trabajador indio. Su reverso equívoco es hacer de la pintura un flagelo social. Es la rabia que le revuelve el espíritu y le oscurece la mente. Sabe que hay otros caminos, pero no los quiere ver. El pintor se siente hipnotizado contra su voluntad y es entonces cuando pinta esos niños acurrucados sobre el regazo de la madre y al lado de hombres que duermen también encogidos y envueltos en el sarape con el sombrero amarillo metido hasta las orejas.

          Rivera, que se siente proletario desde que anduvo por Rusia, es, por el contrario, un príncipe que desea ser confundido entre los súbditos. Desde su periódico “El Machete”, combate todo aquello que políticamente no le gusta. Es lamentable que quien puede tutear a Masaccio crea que no dice bastante, y claramente, con su pintura. Dicen mucho de su algarabía de cañones y telescopios, sus rayos, que destruyen mundos imperfectos para dar mayor perfección al nuestro; los estallidos de las estrellas al lado de pequeñas células vitales. No quiere entender que sus escenas de niños sentados al aire libre, que miran con la boca abierta a la india maestra que les enseña a leer, va mucho más allá que con ese embrollado fardo de armas y puños. Esa chiquillería curiosa, de enternecedora quietud, representa un mundo más feliz.

          A Rivera le vendría muy bien un poco menos de preocupación social en sus temas. Más corazón y menos cerebro. Menos cálculo le haría más genial. Su mundo sería más gozoso si diera a su pintura ese carácter que hace creer a los indios que unas bellas manos por él pintadas, le arrojaron del andamio al darse cuenta de haber sido creadas por un hombre enojado. Su mundo sería menos infeliz si creyese que el Mediterráneo golfo de su país lo hizo redondo la divina poesía de Dios.

LUIS CARRERA MOLINA

 

Artículo publicado el domingo 9 de septiembre de 1956 en el Diario “El Norte de Castilla” de Valladolid (España).