Grabados del S. XIX en Bremen

ODILÓN REDÓN

‘Araña sonriente’ 1891, Odilón Redón

Núm. 72 Catálogo Mellerio (París, 1923)

          No es fácil, en pocas líneas, dar una idea bien definida sobre esa parte, que al oponerse al realismo clásico bautizaron con el nombre de romanticismo, y menos lo es ahuyentar las dudas de ese caos del ensueño que se llama simbolismo. Y mucho menos del superrealismo, que a fin de cuentas resulta un fragmentario simbolismo embutido en un degenerado romanticismo. Pero cuando todo esto se mezcla sin limitaciones, nos encontramos ante un manantial de raros sabores que alcanza lo más intrincado de la floresta del arte. Por aquí ya no hay sino desvanecimientos de la forma, grutas inexploradas cuyas entradas nos fascinan. Se percibe una vida de planeta diferente.

          De las paredes de las Galerías de Arte de Bremen cuelga una gran colección de muestras de esta mezcla, que fueron una de las avanzadas de los actuales “ismos”, allá por los últimos años del siglo XIX, cuando el griterío impresionista. En esta exhibición solo el grabado está presente. Esta incisiva manera de crear tiene el encanto y la fuerza obsesiva de un instrumento musical de dos cuerdas. La luz y la sombra adquieren en ese arte su máxima belleza. Bien lo demuestran estas obras de Odilón Redón (1840-1916).

          Hay en estos aguafuertes seres y cosas que dan la sensación de miedo a romper silencios, de querer pasar inadvertidos. Hasta un libro medio abierto parece buscar la sombra. Adivinamos entre sus hojas un pétalo de rosa, sin perfume ya, que nos arrastra al lago de los apacibles recuerdos. A pesar de todo hay un extraño empaque en los retratos. Se encuentra entre ellos un caballero de barba negra, de esos que nos dejaron el recuerdo de su mano blanda y el olvido de su nombre. Le acompaña una joven y hermosa mujer cuyo semblante parece anunciar una prematura muerte. Los pasos de Bécquer se “oyen” alrededor de esta desigual pareja.

          Se nota algo así como una paz intranquila. Y es que … en un rincón aparece la gigantesca “Araña que ríe”. Parece despertar y prepararse, sin prisa, para la lucha. Su risa estremece, sus horripilantes barbas pinchan antes de llegar a la carne, sus patas son tan afiladas que se clavan en la piedra. Aquí se “oye” el paso de Goya, pero un Goya enfermo. En este aspecto, los grabados de Redón no inspiran ni elevan el espíritu a la región del misterio, como él afirma; más bien lo encajan en un miedoso cuento de Poe. Andan cerca Verlaine y Baudelaire con su turbado simbolismo que enloquece los altos pensamientos de un caballero andante que no puede evitar que su cabalgadura se le arrodille en la orilla del charco ante la “Flor del Pantano”, rara planta semejante a cola de reptil que arrastra pegadas hojas y lleva tras de sí, a la hondura de la ciénaga, una pensativa cabeza decapitada, lívida ya, envuelta en una aureola de luz. Todo está envuelto en una atmósfera malsana, en un atardecer angustiado. Fuerzas opuestas revuelven un fondo que se pierde donde nadie sabe. Se palpan en estas obras influjos de Rembrandt y se masca el ambiente literario de la época con tal fuerza morbosa que llega en algún momento a una especie de lepra.

          En 1950 fue presentada en el Museo de l’Orangerie una vasta exhibición de pinturas (otra de las caras del prismático Redón). Con los colores inventa profundidades marinas de azul intenso, donde viven formas deshechas semejantes a caracolas, que utilizaron de trompas en un día de caza príncipes encantados. Sombras vagarosas hablan enigmáticos lenguajes; globos de niño suben a enredarse entre las ramas de un árbol; melancólicos parques se pierden en la niebla; flores bellísimas se inclinan con elegancia exquisita ante dulces Ofelias turbadas por las vacilaciones del príncipe nórdico; mariposas trémulas buscan nueva gracia; grupos de amarillas gentes de tirantes párpados y sonrisa incomprensible trenzan sus coletas. Consigue aquí “causar al espectador una especie de atracción forzosa hacia el mundo oscuro de lo indefinido y trasponer las cosas a una realidad de sueño”. Pero con esto hiere el artista de Burdeos el talón vulnerable del arte contemporáneo en ese deseo de apartar la pintura del dominio de lo sensorial.

          La música prendió también en estas pinturas como planta natural. “Yo he nacido sobre la onda sonora”, afirma el pintor. Y no solo nació, también soñó sobre ella. Pero, afortunadamente para la pintura, el violín de Redón fue, en mucho, su violín de Ingres.

LUIS CARRERA MOLINA

 

Artículo publicado el domingo 1 de septiembre de 1957 en el Diario “El Norte de Castilla” de Valladolid (España).