Pintura medieval

GEORGES ROUAULT

“Cristo ultrajado”, 1932, Georges Rouault

        De la escena del arte se nos ha ido Georges Rouault, pintor eslavo, que ha sido un hito en esta complicada época.

        Se piensa de los viejos que nunca morirán. Nos acostumbramos a la absurda idea de tal manera, que voluntariamente olvidamos que cualquier día pueden abandonar la vida. Y esto ha ocurrido con Rouault.

       Nos encontramos ante un caso insólito en la pintura contemporánea, un pintor de motivos religiosos que deja en sus obras un sabor de rezo. Estaba metido como una cuña en nuestro siglo. Y hubiera sido grande también en la Edad Media.

       Fue un artista para servir a señores capitanes de Cruzadas. Le va bien todo aquello. Es fácil imaginárselo con grande espada al cinto y colgada del caballo la caja del material para pintar. Y también abriendo la mano y dejando caer, en otra que se le tiende, unas cuantas piedras preciosas llenas de chispas de fuegos artificiales. No es difícil “verle” arrodillado al pie de un crucifijo, en un rincón de una pequeña iglesia románica o de una catedral. Pintores hay, como este, que nos trasladan a épocas muy lejanas por su temática, y no hay sorpresa mayor y que produzca más desconcierto en este siglo, cuya bandera parece ya tremolar en el pico del más alto ideal, que ésta del que nos hace mirar atrás.

       Si la pintura es hermana de la música, en Rouault es donde lo podemos ver con mayor claridad. Aquí se unen en el más estrecho abrazo.

       No es posible ver sus pinturas sin sentirse metido en la selva de los sonidos del órgano, sin temblar en emociones de oración que, en silencio, levanta los labios a las altas bóvedas. Es posible una fácil relación de su pintura de vidriera con lo que más arriba digo si no fuera porque aún hay más. Cabe preguntar, ¿cómo es posible, con ese “oficio”, que trastornará lo que tanto cuesta aprender al pintor, hasta qué extremo, repito, puede un artista conseguir tal profundidad, olvidando tan conscientemente el “bien hacer”? En verdad que quien no tenga un hondo conocimiento del arte, mal puede entender una cosa así. La explicación se torna clara para quien tenga ocasión de contemplar un Rouault; quedará tan sorprendido de lo que allí se ve que no podrá evitar, entre otras sensaciones, la de oír aquella música de antes, la anterior al pentagrama, que aun nos emboba el alma. Así esta pintura, tan antigua y tan de hoy.

       Pintar dentro de las sombras es tan difícil como pintar dentro de la luz. Contra los impresionistas, Rouault resolvió la sombra sin luz. Esto le coloca, en cierto modo, por encima de Rembrandt, haciendo abstracción, naturalmente, de los maravillosos juegos de luz entre sombras del genial pintor holandés.

       Otro aspecto personalísimo de Rouault es su raya seguida, uniforme, que no se estrecha nunca, línea ancha, de orillas paralelas, que modula de manera tan armoniosa que nos estremece con infinito agrado, igual que el toque de la campana de la iglesia perdida en la más escondida hondonada.

       Ha trabajado Rouault muchos años en ese París donde parece mentira pueda ningún artista aislarse hasta el punto de poder oírse su voz del alma. Se demuestra una vez más en Rouault, que la vida interior puede tenderse en cualquier parte como un puente hacia el infinito. La pintura de Rouault purifica en gran medida este revuelto concepto que vivimos hoy, desconcertante característica que ningún siglo debió conocer.

       Es un emocionante suceso en el arte la aventura de este octogenario pintor que acaba de fallecer en París el día 13 de este mes.

LUIS CARRERA MOLINA

Artículo publicado el domingo 23 de febrero de 1958 en el Diario “El Norte de Castilla” de Valladolid (España).