Fuerte sabor a tierra

ANTONI CLAVÉ

Dos peces, 1958, Antoni Clavé,

          En esta Iberia de ahora, que tanto sabor tiene de la antigua, existe un pintor de arte desenterrado. Nació esta pintura en cualquier lugar, antes que su inventor, cuando vivir era la suprema belleza. Del mago artista tenemos una continuidad con sello de inocencia que alcanza distintas épocas. Semeja traer consigo cierta amarga dulzura que le viene también de más atrás de la muerte, en forma de pintura escultórica, digamos mejor, de escultura pintada de colores agrietados y a la vez húmedos de rocío extraño. Parece una esperanza que murió entre llantos, volviendo a vivir aquí, entre los ojos secos.

          Es Antonio Clavé a quien tenemos delante, un artista que pretende un apretado abrazo antiguo al momento presente. Es cosa que busca con la tenacidad de un alquimista que a toda costa quisiera transformar la escoria en oro. Es un caso de aventura naviera, de un nuevo Ulises que también amara demasiado los peligros, olvidando que ahora, como entonces, hay multitud de sirenas que le acechan. Pero es muy posible que le guste excesivamente caer en hechizos y luchar por una constante liberación, como al temerario personaje de la Odisea.

          Existe en esta pintura el mejor ingrediente del espíritu: el color negro, llamémoslo aquí esencial, principio y fin, límite, borde de vidriera a lo Rouault. Vidrieras son estas pintadas esculturas de luz interior, que alumbran como fanales. En la médula de este arte se retuerce una raya negra que se esfuerza en amarrar la seducción de un color que se escapa. Tras la austeridad de este negro hay una cierta idea dentro de unas manchas muy originales, reflejo luminoso de un complicado pensamiento que vigila y encauza severamente lo que en estas obras pueda haber de casual.

          Es una pintura mental sin terminar, defecto de gravedad en el arte contemporáneo. El búho románico tiende aquí sus alas silenciosas y suaves, y está aterido de miedos apocalípticos. La misma tea que abrasó al hombre del siglo XI, quema ahora al pintor catalán y le consume entre el revuelto oleaje moderno actual, reventando a menudo en verdadera traca de fuegos artificiales. Pero siempre dentro de la fúnebre románica soledad, en el inquietante contraste de luces de lámpara de aceite sobre fondo nocturno. Es una inquietud precursora de cosas sutiles que van más lejos del poder de la pintura, sin importarle mucho a Clavé los invisibles remolinos de un mar en calma que espera solapadamente, con sus escollos y hoyas, morder y tragar.

          Una fantasmal hoguera amenaza también a este pintor que parece deshacerse en ceniza en el centro de una Plaza Mayor, asediado por multitud de gigantes y cabezudos de cartón y solanescos maniquíes de falsos reyes magos que danzan ante esa llama, creyendo reconocer en ella su estrella perdida. Del fondo de Clavé viene a través de sus obras, a este siglo de quimeras, un mundo repleto de sueños torturados metidos en soportales de madera que gime y suspira. Sale de ellos un aliento de podridas apariciones. Hay en todo esto un fondo demasiado teatral que le va mejor a sus escenarios de prendería. Y nos muestra temas demasiado trágicos que pisan el terreno de un Grünewald, tal como ese tan mal tratado Cristo Yacente. ¿Por qué tanta tragedia? ¿Ha de volverse la pintura, para ser más sentida, forzosamente tan triste? En cierto modo por eso nos resulta Antoni Clavé un resumen perfecto del artista de hoy. Aprovecha demasiado las heces de la veta románica, el más importante filón de la pintura contemporánea, tan sabiamente mal hecha, para mezclar con ella esa amalgama que tantas palabras de estilo saca de las minas asirias, griegas y bizantinas. De ahí sus personajes redivivos en una caries a lo Pascual de Lara, como si fueran estropeadas esculturas del Pórtico de la Gloria, con tan fuerte sabor a tierra. Figuras humanas, las de este artista, hechas del barro que Prometeo no pudo terminar, endurecidas antes de recibir la vida de las centellas del carro del sol. Es además, la obra de un pastorcillo de cabras que, con su navaja, va labrando con paciencia, entre silbidos que la niebla se traga, sus tarugos de rama gruesa. A menudo son fiestas rústicas, o que saben a ellas, donde suele verse algún totem pagano que asoma tétrico entre zarzas. En estas romerías se mezclan a menudo espinas de pescados y melones abiertos, que enseñan su entraña de carne amarilla revuelta entre pepitas que le dan un aspecto repulsivo de dentaduras podridas de bocas entreabiertas. He aquí un pintor que se adormece en el tejer y destejer del angustioso mal olor de los ideales indecisos de nuestro siglo, lo mismo que el navegante de la Odisea descansaba su problemática inquietud sobre la delicada tela de Penélope.

LUIS CARRERA MOLINA

Artículo inédito de Luis Carrera, escrito aproximadamente en el año 1960, en Valladolid (España).