España sedienta

BENJAMÍN PALENCIA

‘Paisaje’, Benjamín Palencia

       Benjamín Palencia ha expuesto sus más recientes óleos en la sala “Malkasten”, en Dusseldorf. Fue una grata sorpresa para los alemanes encontrarse de pronto ante uno de los aspectos más interesantes de nuestra pintura de hoy, tan distinta del concepto germánico.

       Se refleja en estos lienzos una España sedienta, una tierra a la vez de ahora y antigua, envuelta violentamente en el remolino del arte contemporáneo. Este óleo mate bien pudiera cubrir, no solo telas de caballete, sino muros; pero no sobre los que el hombre fabrica y sí en aquellos que la Naturaleza levanta, de manera desconcertante, en la espesura de los montes. Tendría allí un encanto irresistible, por parecer pintura de gran cuerpo y exenta de grasa, muy semejante a la de las cuevas cántabras. Los caballos y bueyes de las edades pretéritas, recortados aquí con dureza sobre un trigo sin jugo, machacan desesperadamente el suelo, haciendo huir a las gentes, que están ahí sobrando. Cabras rojas, amapolas de carne, buscan al pastor que se fue. Y desde las crestas de las serranías tiende el cuerno, sobre los valles, su apagado y penetrante lamento de llamada. Cuerdas amarran palos, impidiendo que la paja se la lleve el viento que ha de venir, que no existe, que el pintor aún no lo quiso crear en su paisaje. Todo está mustio; pero el color vibra con terrible lirismo, terrible por ese inexplicable fondo de muerte producido por la presencia constante de ese gris de yeso tosco. Carros apoyados en sus varas, dejan pasar por debajo unas sombras largas, cortadas bruscamente por un almiar. Los frutos, frescos por milagro, nacidos sin lluvia que les viniera del cielo, ni humedad de nada, caen maduros de unos árboles sin hoja. Un coro de perros aúlla con el hocico levantado, y el horizonte enseña unos dientes de lobo que parecen hincarse en la tarde que se acaba. Desde las montañas ruedan las piedras vertiginosamente a saltos, cada vez de mayor altura, desapareciendo rotas en profundas gargantas. Se levantan algunas chispas de metales que asoman en afán de convertirse en hacha, cuchillo o joya. Lo sordo y apagado, que el verde vibrante de un prado no puede convertir en alegría, se vuelve como incontenido anhelo vital que se revela a veces en esa repentina exuberancia de color y humedad. Pero esa lujuriante hierba acaba tres pasos más allá, junto a un pedregal. Duros contrastes de la lucha que libra en sí Benjamín Palencia, con esa su manera de encontrar una forma que tal vez busque desesperadamente un exceso vegetal, en cierto modo como aquel de Henri Rousseau, o ese que toca en el surrealismo a lo Wifredo Lam, en la línea fronteriza entre el animal y la planta. Por eso, algo se mueve en estas pinturas; se estremecen los montes y hondos suspiros parecen venir de las cañadas. Es pintura ésta desgarrada, como arañada por alguien que hunde las uñas en intento imposible de aferrarse a la piedra, para no caer; visión de unos ojos privilegiados, clavados en lo más árido de esta piel de toro ibérica, fleco de Europa, extremo duro y colgante de faldas de mujeres prehistóricas.

       Las eminencias montañosas, tan parecidas a lomos de elefantes de un minúsculo continente perdido, buscan el paso por el peñasco de Calpe, preparándose para atravesar aquel desierto que fue, según cuentan, el Lago de los Cisnes, que ahora es el Sahara, fondo siempre de innumerables leyendas. Los grandes paquidermos parecen bajar los escalones de las serranías huyendo de hielos que solo pudiera habitar el reno, la más elegante figura animal que tanto llamó la atención del artista rupestre, y que aquí parece cruzar la altura, dejando tras de sí el montaraz perfume de su gracia natural. Sabe esta España desolada a Viriato, a Indíbil y Mandonio, a Orisón. Se piensa que bien pudo aquí el guerrillero lusitano luchar con ventaja sobre aquellas legiones romanas que se le venían encima, para arrancarle el tesoro de su independencia. Aquel espacio del “terror de Roma” es el mismo de esta pintura abrasada.

       Es también nuestro pintor un creador de nubes desgajadas. El movimiento natural que alarga las aglomeraciones vaporosas del cielo, abrazando tendidas la tierra al despedirse el sol, es aquí hacia arriba. Se levantan secas, verticales y destellantes, como lanzas de un apretado ejército. A veces caen sobre las montañas en forma de garras, otras son como lunas.

       Las figuras de Benjamín Palencia tienen una vida insólita, al verlas tan hieráticas no se puede evitar una sensación de cerámica desenterrada. Un aire de Dama de Elche las envuelve. Imponen estas imágenes una palabra enérgica y clara de gran voz. La pululante vida subterránea de sus paisajes desaparece aquí como si nada tuvieran que ver con aquellas tierras. No hay en estas gentes la congoja de aquellos campos, sino otra distinta dentro del mismo marco. Son una singular paradoja de humanismo que intenta deshumanizarse. Parecen hechas a paladas de tierra, en afanoso deseo de fundirlo todo en la misma masa.

       Se dice que encontró una fórmula; pero si es receta… que la pierda. No faltaría quien la recogiera para quedarse con ella, lo cual no demostraría otra cosa que su valor. Además … es tan bello el hallazgo que bien merece la pena quedarse dormido en el laurel, aunque a un artista no le esté permitido tal sosiego, pues la inquietud debe ser la norma de su vida. En estos momentos tan agitados apetece quedarse un poco inerte en estas creaciones que huelen a entrañable pasado; pero al mismo tiempo, avanzadas como la solitaria palmera de un oasis del desierto.

       En el deporte del arte, llamémosle así, España lanza su jabalina al viento y se hinca honda en las sensibilidades de fuera. Fue en América y ahora en Europa.

LUIS CARRERA MOLINA

Artículo publicado el domingo 5 de octubre de 1958 en el Diario “El Norte de Castilla”, de Valladolid (España).