PICASSO, ALFARERO MAYOR
En la exposición de cerámicas de Picasso que se celebra actualmente en la Galería Biosca de Madrid, suenan como solemnes campanadas los nombres de Villauris y Antibes … Pero ecos de Egipto y Creta, voces del Islam, Talavera y Alcora … responden desde el pasado.
Picasso, rey de la pintura, abandona a veces su trono, para meterse en este arte menor -llamémosle así- y alzarlo en sus manos abiertas, que recrean unas nupcias entre la pintura y la cerámica, olvidadas en el sueño de los tiempos.
El famoso pintor ha llevado a los vasos sus mitológicos motivos de pintura, convertidos en juego decorativo, buscando en ellos nuevas inquietudes para su arte vertiginoso. Los óxidos metálicos, prisioneros de la intuición, le han dado bellísimos e imprevistos resultados. Imaginemos la alegría de este joven anciano al sentir en sí, una vez más, el latigazo impulsivo de la curiosidad. Las manchas de blanco y negro -primer contraste-resucitan en sus platos el mundo de la tauromaquia, desbordado más allá de unos límites que le llevan a sus figuras de arcilla, dejando unos instantes el pincel para crear otras formas. Este azaroso español hunde sus dedos ahí en la masa, para traernos a los ojos caretas de dioses.
El rojo y el negro vuelven de Grecia -en ‘grecqueríes’, como él dice- para cubrir unas terracotas planas, que nos han venido acá como una ofrenda. Y en las panzudas vasijas hay unos dibujos que nos recuerdan los tatuajes, que se apartan de la simetría doblándose desmayadamente como cañas.
Vemos metida en una ocarina-paloma, gran flauta de barro, la música y la pureza en estrecho abrazo. Un calor de horno morisco calienta nuestra mirada y nos hace pensar que la cabeza de este luminoso andaluz nos ha puesto delante la flor eterna de las leyendas.
En los platos, Picasso canta al círculo, ojo de la Matemática, y este se vuelve luna, ojo sin pupila como el de una estatua. Desde el alfar han llegado aquí manjares de belleza de una blancura que nos deslumbra, pedazos de luz de este alfarero mayor. Y nos ofrece después agua pura de sugerencia en estos vasos con ojos verdes, en palomas de nieve, luces de cielo. Y el blanco se tiñe de rosa; la terracota -barro cocido- canta aquí una ruborosa sinfonía, que amarra con cuerdas azules y negras la fiesta brava del toro, en la honda cazuela de sangre.
Este pintor es una paradoja. Para unos es un vino fuerte que excita el ánimo; para otros es como beber en la fuente de la juventud. Un dinamismo agudo cruza el aire de este sendero de barro, como una jabalina. La luz y la atmósfera de las frescas mañanas mediterráneas están aquí libres de todo enrarecimiento. Picasso se purifica en esta alfarería con la simplicidad de un pastor que hace su escultura a navaja, mientras silba una agreste canción.
Cuando Picasso prescinde del encuentro del manillar y el sillín de bicicleta, en la cabeza de toro, para volver a esta materia natural, que es el barro, se libera de la influencia de este mundo artificial que nos rodea. Y busca ahora una más apretada fusión con esa mezcla de agua, tierra y fuego, para hacerse recipiente él mismo, como una vasija más.
LUIS CARRERA MOLINA
Artículo publicado el jueves 15 de diciembre de 1966 en el “Diario Regional”, de Valladolid (España).