Desde Madrid

MINGORANCE ACIEN

  ‘La fontanilla’, Mingorance Acien

          En la Sala “Círculo 2” asomó Mingorance para hacernos sentir a través de sus obras un entrecortado aliento.

         En arte ocurre más de una vez el milagro del tiempo detenido. Este yace quieto en estas obras, en estas gentes. Aquí se han quedado paradas las figuras femeninas. Se han quedado quietas con sus cántaros y mirando a la nada desde sus goyescas pupilas, que taladran absortas el infinito. Es un éxodo, una marcha hacia no se dónde y al mismo tiempo una quietud de piedra. El gesto quedó ahí, la mano señalando arriba y la cara pasmada nos dice que el pensamiento detuvo la acción. Vemos un coro donde la luz se filtra como a través de un vitral y allí se levanta una canción detenida, una expresión parada en todos los rostros, la expectante sorpresa de quien de pronto se da cuenta de que se ha quedado sin voz, expresión dolorida que se ha extendido a todas las caras. Parece que hablan más las vasijas, en su zurbaranesco silencio. Las jarras en fila -también evocadoras de Zurbarán- nos traen un vago reflejo de pintura mural, como si Pompeya hubiera salido de su parálisis eterna para decirnos algo.

          Las mujeres de este pintor son como ángeles rojos sin alas; pero al mismo tiempo, son todo alas blancas, con sonrosadas transparencias de caracola. Los grises representan en ellas un papel principal, unos grises aéreos, barridos de color ligerísimo -alas- sobre empastes gruesos. Quiere Mingorance perder el peso; pero sin despegarse de la solidez de la base; carga de color y encima el aire de las veladuras.

         Este artista, inventor de una máquina para pintar -émulo de Leonardo-, deja sus gentes como si esperasen esa máquina para andar, para hablar, para … ¿qué? Son así muñecos de madera que aguardan unos hilos para animarse, unos dedos de guiñol que se perciben por encima, y sobre un fondo oscuro, de teatro de tela.

          Atraen los empastes, las grandes cargas de color, porque tienen calidades de porcelana. Podría decirse que estas gentes son bodegones; tienen es elocuente quietud, mas no naturalezas muertas, sino vivas, aunque estén con otra vida diferente de la que pudiéramos pensar o concebir; pero que el pintor la presiente y nos la pone delante, con el ánimo de ofrecernos una sorprendente contradicción de vida y muerte, de inquietud y quietud fundidas.

         Pienso que son escenas de un país femenino al que olvidó la historia, un Sinaí que tuvo una misión que no fue cumplida. Y ahora descansa silenciosamente en una bíblica actitud de espera. El pensamiento me da vueltas al antojárseme que las vasijas son las madres de estas mujeres, nacidas de ellas, como la luz de la sombra.

          Se me alza en el pensamiento la idea de si esta pintura será demasiado fría y calculada. Pero la rechazo al ver de pronto que si hay cálculo es de otra índole, cálculo y frialdad de recuerdo. Pero pasa sobre ello con una poética y a la vez encendida densidad, a pesar del exceso de tanta vestidura roja.

         La composición de los temas es de un equilibrio exacto. Nada se cae, todo está en un lugar de sabiduría matemática. Sabe qué camino anda y en él pisa firme, aunque alguna influencia -nadie está libre de ellas- perturbe a veces sus imágenes, que esto son también: imágenes de una escultura que no ha nacido.

LUIS CARRERA MOLINA

Artículo publicado el jueves 29 de diciembre de 1966 en el “Diario Regional”, de Valladolid (España).