Desde Madrid

JOAN MIRÓ

  ‘La estrella matinal’, Joan Miró

          No existe arte aparentemente más limitado que el de Joan Miró. La pintura de este maestro es de las que miran más hacia dentro. Su pensamiento se mueve como en el hombre ciego, que tiene su mundo en el espíritu. No es pintura hecha para entenderla, sino para gustar de ella como se gusta de una mancha en la pared, que nos prende los ojos. Algo falta y sobra: falta una pared de piedra, para que el arte de Miró se comprenda mejor y sea lo que tiene que ser. Y sobran los marcos. Es una pena encerrar entre cuatro tablas estas pinturas, que piden una libertad como las de la prehistoria. Imaginemos las pinturas rupestres enmarcadas; pues así las de Miró en la Galería Nínive. Se corta aquí lo que no puede limitarse. No es esta pintura para exponer, sino para que las obras vivan al aire libre en cualquier peñasco, entre sombras profundas como en aquellas cuevas del Paleolítico, o también en la libertad redonda de las cerámicas.

         Tienen estas obras algo indefinible, consecuencia de su aparente falta de método. Son un secreto simbólico que desconcierta a quien no lo sabe leer. Parece una pintura gobernada por un cerebro que vive una intemporalidad que le hace renovarse constantemente.

         Nuestros actos son la caligrafía con que escribimos lo que somos. Así Miró, que aunque en su pintura se muestre totalmente natural, deja siempre sorprendido a quien lo contempla, pues es un arte, repito, que está hecho para ser sentido y gozado. A Miró, más que a ningún otro artista, le tiene que parecer que alguien extraño le lleva la mano a esta belleza de flor. Él será el primer sorprendido ante su obra recién sacada de un mundo que vive bajo nuestros pies, de ese que pisamos sin ver y que sigue siendo hoy lo que fue hace milenios: el de los insectos, que aunque parece ahogado por la civilización, sin embargo es la propia Naturaleza que nos sigue hablando con la misma fuerte voz del día en que el Universo vio las luces de la primera hora.

         El valor de esta pintura, que vive en una razonada composición, está en su desequilibrio sin lastres de imitación de las cosas, solo con el recuerdo de la infancia. Lo más vivo de este arte creo que está precisamente en que solo es signo, señal incomprendida; pero que seguramente, como en un libro abierto, entenderá un niño. Miró sabe ponerse a la altura de la inquietud juguetona de la infancia. Nuestro pasado inmediato, los años de la inocencia infantil, perduran en Miró en una llamada constante. Esa es la base de su inocente hacer, y su gran conquista. La libertad de construcción de estas obras rechaza toda razón corriente, de ahí esa imprevista variedad gozosa. La pasión del arte se muestra en esta virginidad de trazo y color, en vibraciones de elementos que se están cuajando, que no se han formado aún, que viven en un trabajo continuo con nuevos giros de concretas abstracciones para darnos un sentido de naturaleza en flor, siempre haciendo dentro del sueño paradisíaco que nos está enseñando este gran niño, día tras día; el arte puro hace así proezas de desnudez absoluta.

         Miró conoce bien el valor de los fondos. De ahí los bellos contrastes de estas delicadas pinturas sobre la aspereza del saco.

         Con Velázquez se llegó a la perfección técnica. En la prehistoria tenemos una expresiva lección eterna. Y con Miró, la poesía se hace pintura.

LUIS CARRERA MOLINA

Artículo publicado el jueves 26 de enero de 1967 en el “Diario Regional”, de Valladolid (España).