Desde Madrid

GLORIA MERINO

  ‘Familia campesina’, Gloria Merino, 1959, Museo Reina Sofía

         Es curioso que la pintura de Gloria Merino se haya hecho más española -cabría decir más regional, al mismo tiempo que universal- con la fuerte y desordenada inquietud que le embutieron las audacias del fauvismo. Sus figuras y paisajes alcanzan equivalentes calidades a las de esas materias empleadas en los hornos talaveranos; pero con sorprendentes resonancias chinas. Los blancos son paños de Zurbarán que se han vuelto transparentes. Los montes parecen de barro verdoso -fantasías chinas también- y la luz tiene la pátina cambiante de los platos de la cerámica árabe. Los azules y amarillos dan tonos de fresco amanecer. Los rojos cubren de amapolas los prados y abrasan las mejillas de los niños. Cabe pensar también que esta pintura es toda ella un vestido de Lagartera. Hay una pujanza de color en la que todo parece querer estallar.

         Se palpa por un lado, una alegría extrema, viva como una llamarada que llegase a las nubes, que allí se enfría y vuelve a los blancos densos de las tapias, rebotando de ellas a unas transparencias de gasa que traspasan las casas y se esfuman en las cuestas. Por otra parte hay algo que pincha en estas formas, cosa aguda, puntas negras sobre fondo oscuro, como si fueran erizos. Sugiere ciertos poemas lorquianos que arañan nuestra sensibilidad. No tocaríamos con los dedos las realidades bucólicas de Gloria Merino, se nos pegarían en ellos como telas de araña. Entre estas varillas de cesta hay piedras encendidas y arde la cal. Se respira un aire volcánico a la vez que frío. Asoma el contraste del calor sofocante contra la razón helada, ambos en apretado abrazo de lucha feroz. Ríen los chiquillos y hablan los montes, unos montes llenos de collares; pero los hombres son mudos, las mujeres son mudas, se mueven en silencio bajo este griterío de color. Todos parecen preparados para huir de una catástrofe que se avecina. Y quedan los pueblos sumergidos en la soledad. Y así en los de Castilla, que aparecen en este resumen de Tordesillas, Dueñas y Sigüenza con toda la desigualdad de su arquitectura.

         Pero se salva en la quietud de los pueblos esta mujer de Ciudad Real, como si fuera otra Dulcinea en la cabeza soñadora de Don Quijote. La locura del Caballero parece llevar esta vez en sí las razones alborotadas del pincel de Gloria Merino; pero sobre el caviloso trote de un Rocinante mesurado. La ebullición de la Mancha sube así en cierto modo, del llano a las colinas aquéllas, que son como redondas vasijas puestas boca abajo en el suelo. Y escalan esos cerros castellanos que tiene dentro el misterio de un descubrimiento.

         La notable artista enhebra con gran habilidad el hilo de los senderos, en la aguja de su pincel y cose las duras tierras cortantes a su propia piel. Y esto excava su espíritu hasta llevarla a esa lozanía roja, amarilla, azul y blanca. El limpio arrastre de color; el empaste, tan seguro de carga donde más conviene, sobre un afilado dibujo, levanta en el ardor de los lienzos una ligereza de pájaros. La pintura románica nos muestra a veces su rostro ascético y febril sobre unas claras mañanas empapadas de rocío.

         Una última mirada a la interesantísima muestra de la Galería Quixote me hace descubrir en estas composiciones un nuevo aspecto de las gentes que las pueblan. Ello es que dan la sensación de ser esculturas de madera, tallas vivas plantadas en la tierra como árboles solitarios, seres pasmados ante la fogarada de luz que los petrificó en un último gesto de tristeza. Los protagonistas de las obras de Gloria Merino podrían hundir su voz en los vientos y fundirse en una llamada al hermano fuego, al hermano barro, a la hermana luz.

LUIS CARRERA MOLINA

Artículo publicado el jueves 16 de marzo de 1967 en el “Diario Regional”, de Valladolid (España).