Desde Madrid

LUCIO MUÑOZ

  ‘Collage rojo’, Lucio Muñoz, colección particular

         En verdad que el arte abstracto da mucho que pensar al ver que no se llega fácilmente a un acuerdo. Se me ocurre que no hay coincidencia de criterios porque en realidad el arte abstracto no existe como tal arte. Existen las abstracciones. Y estas ya vienen de las primeras edades en que el hombre no hacía exactamente lo que veía, sino lo que sentía, aunque no se diera cuenta de ello.

         A los que piensan que lo abstracto es una broma del pintor a quien contempla su obra, habría que señalarles que más parece estar la burla en hacer todo lo contrario: el preocupado acercamiento a las cosas como si fueran imágenes de espejo -sobre el espejo jugó su gran papel el Renacimiento; y su hijo natural, el Surrealismo, materializó en el espejo el mundo entrecortado de los sueños-. Me refiero a la copia integral de la realidad sin más, como aquella que ya intentó Apeles en las uvas que, según la leyenda, confundieron a los pájaros. Si la pintura de hoy no tuviera más objeto que conseguir esa visión fotográfica que tanto desean algunos, el arte quedaría anquilosado.

         Suelen buscarse en lo abstracto exclusivamente aquellas manchas que puedan recordar cosas. Pocos hay que, aparte del artista, solo disfruten con la belleza del color aislada de la forma. Para el artista es un goce y no para aquellos que no llegan, por su frialdad razonadora, a la febril sinrazón inventiva del pintor verdadero. El que teoriza ha de estar empapado de ese mismo gusto del color por el color, para definir con claridad lo que es realmente la abstracción en la pintura. El que busca formas en las abstracciones y no busca abstracciones en la forma, nunca será capaz de comprender el arte. Y no trate el contemplador de razonar, sino de desnudar su sensibilidad y mirar con ella, como miramos el mar, al que no entendemos. El arte se muestra a la sensibilidad sin necesidad de explicaciones. La cabeza puede quitar al arte su más honda razón: la emotividad.

         Pero hay pintores que saben ponerse en ese justísimo medio entre la realidad y la abstracción, que tienen en la mano los dos campos que tantas veces el error separa. La inteligencia nos da este caso en Lucio Muñoz. Sobre la superficie tosca de astillas en aparente desorden, como en rastreo de formas, tiende este pintor unos finísimos velos de color. Es, digamos, un fenicio que nos trae acá las transparentes gasas de Oriente, aquella pureza pasmosa de la ardiente fantasía de los pueblos cortados por la fisura del Jordán. Se piensa también en Rembrandt, tal es la idea caliente que lleva a la misma inmersión, aunque la de Lucio Muñoz no tenga esa humedad resinosa. Se nos escapa la imaginación hacia los retablos de Alonso Berruguete; en esto llega el pintor a la grandiosa elocuencia mística que mueve a los imagineros. A pocos pasos de la escultura, sobre relieves informes, arden los colores entre llamaradas que queman el pensamiento. Junto a los requemados tarugos suspiran las voces del espíritu y un vaho de fuego se disuelve en humos azules. Un fuerte y oscuro color de hierro lleva al artista a un terreno de transmutaciones. En densos instantes nos sentimos en el reino de Vulcano, donde se respira un abrasado silencio que atraviesa Baco con los odres de vino al hombro. La fuerza gigantesca de la imaginación de este pintor, machaca a puñetazos una materia dura de coraza, que se vuelve cuero, suave piel. Lucio hierve en una olla sobre la cocina de su pintura, bajo la mirada vigilante de su propia intuición.

         La abstracción, como siempre inexplicable por ser un zumo del alma, nos envuelve en ideas nuevas al salir de la Galería “Juana Mordó”, donde brilla ahora la muestra de Lucio Muñoz.

LUIS CARRERA MOLINA

Artículo publicado el jueves 6 de abril de 1967 en el “Diario Regional”, de Valladolid (España).