Desde Madrid

BRONCHÚ

  ‘Zoco en Xauen’, Salvador Rodríguez Bronchú

         La pintura de Bronchú parece deslizarse por todos los accidentes de la forma como la sangre por las vías de nuestro cuerpo. Y pinta como si no hubiera tenido necesidad de aprender, como si hubiera nacido sabiendo ya el trabajoso oficio de pintar.

         Bronchú es un artista enamorado del recuerdo. Su obra se levanta entre resonancias de un Fortuny impregnado de sorollismo. La pincelada es ligera y vibrátil como el vuelo del murciélago, con un contraste inesperado de sosiego que alcanza a veces la quietud. Y así esos oleajes con rápidas barcas de vela que pinchan el cielo. Y los salones que esperan a la abuela, que nos recitará poesías de Rubén Darío. O el marino que nos va a contar, entre volutas de humo, fantasías de la mar.

         Esta pintura es una página leída y vuelta a leer con gusto. Se aspira en ella un aire romántico de bella época. Oímos conversar en algún rincón a gentes que ya se fueron, cuajadas en sombras que son verdadera sustancia del misterio, sonrisas cortadas sobre rostros amarillos, besos largos en el agua.

         Es de ver cómo resuelve este pintor las problemáticas capacidades del blanco. Y cómo con los azules y rojos se enreda entre calidades propias de la pintura de flores. Un intenso olor de pétalos se extiende por toda esta muestra; pero el blanco salta vigorosamente de la dulzura enfermiza de la azucena a la aspereza del granito. Cargas densas de este color dan la ligereza al viento de la vela marina en trozos puros de blanca abstracción. Cargas de azul pesado muestran la transparencia de unas noches casi negras. Hay como una orquesta de colores electrizados por la velocidad. Los blancos y azules se sumergen en gamas calientes. Y los bermellones asoman como frutos maduros entre gamas frías.

         No vamos a medir a Bronchú por sus éxitos; pero sí vamos a dar su dimensión aproximada diciendo que este pintor le sería necesario dar un cierto giro a su paleta, pues corre el riesgo de languidecer en medio de una perjudicial facilidad que puede llevarle a sentarse cómodamente en un agradable amaneramiento. Es audaz a veces la manera de llevar las formas a ese arrastre que acusa una prisa demasiado aguda. La pintura ha de ser un sueño de colores tendidos sobre la pereza de un lento laborar. El arte de Bronchú es un empujón de inquietudes desordenadas, aunque estén atenazadas por esa seguridad de extremado dominio que salta a la vista en estas obras expuestas en la Sala “Círculo 2”, de Madrid. A Bronchú le vendrían bien ciertas vacilaciones, algún desequilibrio, así podría alcanzar el ritmo blando y poderoso que florece en las obras maestras. A veces se pinta demasiado bien, con artesanía extremadamente perfecta, y esto, que parece una afirmación absurda, es una realidad que suele estorbar a la sensibilidad.

         Pero sin olvidar su reverencia a lo que ya fue, Bronchú ha podido arrancar de ese rumor de río enterrado que es su pintura, un originalísimo intermedio entre dos tiempos.

LUIS CARRERA MOLINA

Artículo publicado el jueves 18 de mayo de 1967 en el “Diario Regional”, de Valladolid (España).