En su pintura luminosa, Van Gogh se quema también el alma
Vincent Van Gogh, “El café de noche”, 1888.
Precursor del moderno expresionismo, su obra es tan desigual como fue su vida.
Sentado ante un caballete, descubierta la cabeza y al sol, un hombre delgado, seco. Es rubio; su mirada está materialmente clavando un bello paisaje de Arlés en un lienzo. Maneja pinceles y tubos con nerviosismo frenético, como si tuviera prisa en terminar. De pronto se levanta, tira el caballete y el cuadro al suelo y acercándose a un árbol, saca un revólver y se pega un tiro en el pecho. Los pájaros debieron huir espantados, el cielo debió cubrirse de nubes.
El Brabante de Holanda dio vida, en 1853, al pintor de los girasoles, un ser que nadie podía imaginar fuera un futuro artista. Empezó por camino distinto, colocándose en un comercio a vender; pero el género que debía despachar eran cuadros, empezando a familiarizarse con el arte de esta manera tan peregrina. En sus paseos sacaba cuantos apuntes podía, seguro ya del camino que había de seguir. El destino le puso una mujer delante, enamorándose de ella y siendo rechazado. Esto le causó gran trastorno sentimental, cuya consecuencia le llevó a predicar como un apóstol; pero también fracasó. La vida de este pintor fue un torbellino, una constante desgracia. Da pena contarla, porque era hombre que, como don Quijote, quería arreglar el mundo con su concepto elevado de las cosas, padeciendo contrariedades sin fin.
No pudo vender ni un solo cuadro. Si a un pintor se le juzga por eso, tendríamos que decir que Van Gogh no sabía pintar, y todos sabemos que no es así, aunque no llegó a perfeccionarse. Solo pintó unos años, poco tiempo; insuficiente para que, técnicamente, un pintor se complete. Se puede asegurar que Van Gogh fue un pintor sin hacer; en principio, como sus soles; vertiginoso, sin llegar al fin. Buscó la verdad en sí mismo llegando a ser el precursor del moderno expresionismo. Cumple, como gran artista, su papel, buscando la sustancia en lo que permanece, variando en los temas, no dejando olvidada la figura humana, el más hondo paisaje; hallando, con sus colores sordos, ocres y negros, una pintura profunda. Conoce la obra de Rubens y los grabados japoneses y cambia súbitamente dando principio a su pintura luminosa. En sus retratos se quema también el alma; es ascético en ellos, a pesar de tanta borrachera de color y es incisivo hasta en sus autorretratos. Es “El campesino” su figura más representativa.
Su pintura es desigual, como su vida, fiel reflejo de un alma atormentada, que pedía a la pintura tanto, que muchas veces dejaba el pincel para pintar con el tubo, como si el pincel fuera, plasmando así, el oro de Provenza.
En París conoció a Toulouse-Lautrec y a Gauguin; con éste riñó, y, arrepentido, se cortó una oreja; bárbara penitencia, mortificación de loco. Y por loco le encierran. En el manicomio pinta con furiosa rapidez, como si pensara en su pronta muerte.
Una llamarada es el arte de Van Gogh. Fuego en la tierra, fuego en el cielo; todo encendido, en formación de mundos. Un principio de la vida que ha de venir después. Y también, la paz bucólica de los campos, que surgieron de tanta materia encendida. Luego, otra vez, círculos que vuelan dejando tras sí una voz desgarrada de angustia. Árboles retorcidos de dolor. Rayas rotas, persiguiéndose con furia. Locura, razón perdida … Y enseguida la serenidad de un trigo dorado en una tarde limpia, donde cantan su color las amapolas.
En otro cuadro, la exaltación violenta de la luz, luz pura, intensa, irreal, aunque basada en la verdad; una canción luminosa. Un sol que avanza vertiginoso hacia nosotros, girando, como astro que surge del vientre del cielo. Baile macabro a plena luz. Un suelo que respira, se hincha y se deshincha, como un pulmón, y unos tétricos cuervos que no se deciden a posarse en un terreno movedizo.
Flores que estallan, como bengalas en la noche. Fondos llenos de puntos luminosos, miríadas de estrellas. Luces de un café, que giran, también, como astros en formación. Cuerpos semejantes a bólidos encendidos, que se nos vienen encima, que nos va a aplastar. Y luego … la suave luz de una primera hora de la mañana, en una pequeña calle con faroles medio apagados. Todo tranquilo y alegre. Sosiego. Quietud.
Un día coloca sus botas delante, botas de vagabundo, y las pinta. Abre un libro y le pone la luz mortecina de una vela. Otra tela con motivo triste: fila de presos. ¡Cuánto contraste, cuánta agitación! Todo temblando, estremecido …
Padece hambre, incomprensión, frío, vergüenza, injurias; resultando muy difícil conseguir, incluso, un trozo de pan. En suma, un pobre. Un pobre, sí, pero gran artista; un ser de privilegio, de los que Dios pone en el mundo para contento de la vida.
Sentado en un sillón lo encuentra en casa su hermano Theo, fumando sosegadamente una pipa. Vincent había llegado hasta allí por su pie; el tiro no le acertó al corazón. La vida de Van Gogh se iba apagando suavemente. Días después una humilde tumba, llena de girasoles, cubría los restos del pintor.
LUIS CARRERA MOLINA
Artículo publicado el domingo 27 de mayo de 1956 en el Diario “El Norte de Castilla” de Valladolid (España).