Castilla creadora

ANTONIO VAQUERO

Relieve de Santo Domingo, Antonio Vaquero,
Colegio de Dominicas Francesas de Valladolid.

       Una secreta y constante esperanza empuja a las gentes de estas mal cubiertas tierras de Castilla a situarse en las zonas de la inmortalidad. El castellano se quema en el deseo de petrificarse en algo seco y duro que la boca del tiempo no pueda tragarse, ni la engañadora caricia del aire pueda roer. La petrificación de la blandura humana, en pálida y fría escultura, es cosa que intenta la muerte; de ella parece haber aprendido Castilla esta lección. Y de ella, a golpes de martillo sobre el cincel, con el suave corte de la afilada gubia y con la tierra de Dios, sacó su apetito de perennidad en el arte. Con este acicate intenta la obra difícil, con tenaz paciencia de pastor llanero. Pero el hombre de la meseta da calor de vida al frío de la piedra con el enérgico golpe de esas manos de hinchada vena. Después de esto el pensamiento se desnuda y penetra puro, insuflando la vida del arte en los granitos y los leños. La idea infla desde dentro, como la levadura al pan, esa inmovilidad de la estatua, que se transforma en carne imperecedera. De esta manera el escultor arrebata a la muerte lo que ella quiere que se vuelva inerte. Y he aquí librando batalla dura el no ser y aquella cierta noción inmaterial que le bulle en la mente al estatuario. Aparece la sonrisa que ha de quedar eterna, los risueños labios que hablarán sin moverse y el frágil vestido que nunca se rasgará si no caen sobre él las manos de la ignorancia. En grande masa se animará la materia, como buscando también física resistencia al deshacimiento mortal. Y se hará grandiosa toda pequeñez, nacida de la combustión del alma y la voluntad del cerebro, en la embestida del arte contra la nada.

       Este ser o no ser me movía el pensamiento entre esas lagunas que cortan de vez en cuando las amigables charlas, habidas en ocasiones con quien nació prendido en la lucha contra el bloque. Me refiero aquí al escultor Antonio Vaquero, Premio Nacional de Escultura, que poco a poco y con tenacidad nada común, va poniendo su grano de arena en el monte de la severa estatuaria castellana. La pureza de concepto impregna su espíritu de tal manera que hasta en su forma de expresarse da la sensación de que todo le empieza, como si acabara de nacerle un reguerillo inesperadamente nuevo que por la garganta le viniera del corazón. Una serie de imágenes pasadas por delante de mis ojos, me trasladaron, por magia casi, a la vieja Ampurias, la famosa colonia griega en España. Las naves del Egeo debieron traer gentes de aquellas que plasmaron en la estatua la primera sonrisa, el gesto de la infinitud. Este quiebro del rostro contrasta, en un busto de mirada triste que parece desenterrado ayer después de un sueño de milenios contrasta, digo, con la aspereza de algo semejante a tierra pegada, adherida a sus mejillas y enredada entre los cabellos. Tiene esta cabeza la mirada lejana, de esa que se nos va cuando contemplamos la mar. Otra testa nos aleja más allá de Grecia; es un joven fenicio decapitado por alguna culpa.

       No pregunto a Vaquero quién es aquel que levanta una mano. Es un joven de musculosa pierna acostumbrado a caminar sin descanso. Tiene la sequedad del desierto. Habla … Parece San Juan Bautista. Es figura recia y llena de elegante apostura. Los grandes planos de su vestido acusan por debajo una robustez de atleta. Hay algo de enigma en su cara, cosa indefinible. Esta escultura hace volar la imaginación hacia otra parte, en busca de asidero; pero vuelve entre tempestades, como si fuera el ave que no encontró la rama de olivo. En un rincón una mujer pisa con blandura; es una madre a quien se le deshace la carne a fuerza de amor por el hijo que lleva en brazos. Su cabeza se acerca mucho al siglo de los precursores italianos del Renacimiento. El aleteo de Donatello trae aquí un aire que se ve.

       No podía faltar algún boceto de monumento. Este es funerario. Tiene en su cabecera un hombre y una mujer; ella sostiene una cruz y él mantiene vertical sobre el suelo, una espada. Las piernas se doblan, esta vez de tristeza. Es el mausoleo de un general. Una curva de escalones invita a subir silenciosamente, y unos platos esperan que alguien prenda en ellos una luz. En esta obra se va a cercando Vaquero a lo que es hoy: un escultor de influencia italiana. Al lado de este boceto hay otro, sedente, de Felipe II. Toda la figura rezuma excepcional carácter español sin influir para nada el tema. ¿Quiso el escultor darle al Rey un agotamiento excesivamente extremado? Las manos se le caen muertas y el pecho se le hunde. A la cabeza se le va la fuerza y en la cara hay palidez mortal. Otras figuras invitan a silencios de respeto. Vaquero me enseña un medio relieve donde la Virgen con el Niño, mantiene con Santo Domingo arrodillado, una celestial conversación. Una gran Piedad en piedra tiende en derredor nuestro su blancura, dorada por el tono arcilloso que le da la luz crepuscular de la tarde.

       …Vaquero se anima y me expone un concepto, que defiende ante estas obras con la entereza de un severo castellano. Me explica los errores de la ignorancia sobre la escultura y me señala donde están. Me abstraigo sin darme cuenta y, mientras oigo sus palabras, que ya no entiendo, mi pensamiento errante queda prendido en la figura de San Juan.

LUIS CARRERA MOLINA

Artículo publicado el domingo 21 de septiembre de 1958 en el Diario “El Norte de Castilla”, de Valladolid (España).