EL GRECO

Cuadro El martirio de San Mauricio y la Legión Tebana

  ‘El martirio de San Mauricio y la Legión Tebana’, 1582, El Greco,

Monasterio de El Escorial

         Quien haya estado en Toledo habrá percibido el influjo mudo de esta ciudad antigua. No es extraño que El Greco quedara prendido en ella, en semejanzas de aquella Candía, capital de la isla de Creta, donde el genial artista nació. Después de perfeccionar sus conocimientos en Italia y después de algunos contratiempos, vino a parar a Toledo.Y aquí se produjo la fusión del pintor con esta especie de islote que semeja un corazón petrificado sobre el Tajo. En la roca toledana, apretada por la cinta del rio, quedó hechizado en aromas de edades pasadas este griego excepcional. El ambiente le retuvo hasta el fin de sus días en un deshacimiento de casi divina evasión.

         Vino a España atraído por los encargos que Felipe II proporcionaba a los artistas para decorar el Real Monasterio de El Escorial. Pero al Rey no agradó aquella tan especial manera de concebir la pintura que, según sus ideas, no encajaba bien con la arquitectura del Monasterio. El “Martirio de San Mauricio y la legión tebana” que pintó como prueba, fue considerado además como un cuadro cuyo motivo principal se sitúa aparentemente en segundo plano. Esta fue la causa de una original solución cuya sensibilidad estaba fuera de la época.

         Parémonos un momento frente a tan discutida y delicadísima pintura, obra que marcó el destino del El Greco. Se trata de una composición invertida y, para aquellos tiempos, de un concepto imperdonable, aunque de gran sabiduría, precisamente por dar una solución perfecta a un problema que da preferencia a la persona del Santo sobre su martirio. Y en verdad que era difícil encontrar mejor camino para conseguir tan extraordinaria belleza. Hay en esta famosa obra, un juego de luces y sombras maravilloso dentro de una composición tan elegante, que hace pensar en una manifiesta ambición de lograr con el “San Mauricio” una gran victoria sobre los demás pintores. Las formas se mueven como palmas y un mundo sorprendente nace. Asombran esos giros del amarillo al violeta, los ocres pálidos sobre unos azules intensos en lucha con los rojos profundos. Todo sobre un fondo gozoso del gris que lleva a resultados únicos. El blanco y el negro, en una agitación continua de yuxtaposiciones, sacan hacia fuera un conjunto fosfórico de resplandores indefinibles. Y el apoyo entre las verticales y diagonales, alcanza un extremo de encierro de tan alta combustión que hace de esta obra un escalón hacia el misterio.

         Pero volvamos a Toledo. Esta ciudad es una telaraña de calles estrechas y barrios complejos que atrapan el espíritu hasta el hechizo. El Greco llegó allí en el momento justo en que la ciudad acusaba una dulzura de sabiduría extrema. No podía haber elegido mejor lugar ni mejor momento para hacer de su arte una maravilla. Era para él el marco perfecto. Y por si fuera poco, encontró allí un amor de tanta intensidad como lo fue su vida. La mujer fue aquella doña Jerónima de las Cuevas, causa de esas presencias tan extrañas de sensibilidad. Su convivencia entre aquellas gentes de grandes ojos negros y miradas hondas, pudieron también arrancar a sus pinceles llamas de cirio, cera y marfil y ropajes alucinantes.

         Sus retratos muestran libertades que hacen de sus tristes caballeros, iconos de cabeza oscura sobre blancas gorgueras de encaje. Por encima de su blancura emergen los rostros de marfileña calidad. Se piensa sin querer, que tal vez el pintor esperara la salida de la luna para llenar de misterio la mirada y la luz de las frentes, en contraste con el rojo mortecino de unos labios casi rotos por los temblores del rezo.

         El genial cretense debió encontrarse más de una vez como un loco que se sintiera lienzo recibiendo en sí su propia pintura. Así parece que se le agotara la paciencia en su trabajo y de ahí le surgieran ciertas sublevaciones contra su propia disciplina. Pudo ser este el motivo de esas pinceladas anárquicas que aparecen en el borde de alguno de sus cuadros. Tal vez buscara de esa manera vibraciones abstractas contra su manierismo. Sabemos que esas pinceladas causaron cierta desazón en la gente de la época.

         Caballeros, cardenales, condes, … el manco de la mano muerta sobre el pecho, la gran caricatura del cardenal Niño de Guevara, el Conde, más que muerto dormido, de Orgaz. Tantas y tantas gentes de alcurnia, son páginas en tela de este pintor rebelde de Fodele. Y su rostro, esa cara que nos mira y no nos mira, que no se sabe si es él o no es él.

         El Greco saca muchas cosas de sus quicios, seres de dudoso sexo, hombres muy jóvenes con resonancias femeninas. Quizá el modelo fuera doña Jerónima. Que de ahí pudieran surgir esos ángeles de ademanes andróginos y bellísimas manos de mujer.

         Hizo escultura, esa faceta donde van a parar algunos artistas cuando descubren la fascinación de ese otro mundo que se puede tocar con los dedos. También puso el pensamiento en la arquitectura. Y…

         No podía faltar la rúbrica de sus apóstoles, firma gloriosa que basta por sí sola para acreditar a un genio. Singular solución de rombo en cada figura, que añade a cuerpos grandes e impetuosos de espíritu una cabeza pequeña, para conseguir mayor elevación. El modelo de estas figuras se dice que fueron doce enfermos mentales del Hospicio de Toledo.

         Tampoco se pueden olvidar sus paisajes, aunque fueran en su mayoría fondo de sus temas. El Greco hubiera sido ahora un inigualable paisajista o un pintor abstracto de gran fortuna.

LUIS CARRERA MOLINA

Artículo escrito aproximadamente en 1981 para la revista del Club de Campo “La Galera”, de Valladolid (España).