Escultura

OTERO BESTEIRO

‘Gato’, Otero Besteiro, Afundación

          Por la Sala Neblí ha pasado un viento fuerte: la escultura de Otero Besteiro. El nervio celtíbero se manifiesta de una manera potente en este estatuario de animales. Su arte habla un lenguaje que entra como una saeta en el espectador.

          Castilla tiene color de hierro, y este gallego enamorado de ella, lo lleva en sus esculturas. Y también Castilla es de color gris y Otero nos lo trae en sus piedras, sin vacilar. Saca de su oficio cuanto siente y cuanto quiere. Satisface juzgar a un escultor así, tan antiguo que parece venido de aquella España que se batía con los romanos; que está como metido en las edades de la vida azteca y, al mismo tiempo, perdido en las selvas africanas de ahora. Y todo ello envuelto en la gracia del sosiego bucólico de Galicia. Tiene asimismo esta enérgica escultura una paz perezosa que parece el resultado del nerviosismo de una lucha feroz. Toda la obra es una profunda meditación, una posición de intelecto, aunque la fantasía marque también su señal.

          Una y otra vez no puede uno evadirse de la buena poesía que se desprende de esta veta profunda de piedra y hierro; es para cantarla en poemas de visión épica y resignada, en versos duros atravesados por la dulzura. Hay aquí fuerzas opuestas que dan un sello melancólico de nostalgia a este juego oscuro y blanco, tan lleno de chispas de sensibilidad.

          Los materiales de estas obras sirven fielmente a un concepto ambicioso muy conseguido, que va unido en el mismo yugo. Podríamos llamar a estos trabajos arquitectura animal, edificios con vida, donde el mono es el hombre, donde el simio es el rey. Los monos y lechuzas son interpretados en el hierro con la alada ligereza del pincel.

          No es extraño que Otero sea también orífice; es dueño de la delicadeza necesaria para crear esas finísimas joyas, demostración plena de las diversas caras que puede albergar un alma. Es de gran interés esta primorosa faceta en un escultor que parece haber nacido más bien para trabajos hercúleos. Aquí respira la escultura con una impresionante presencia, hermana de la montaña. Aquí el arte se vuelve gran trabajo de tenacidad constante, saturación pura de naturaleza investigadora.

          La piedra olvida su dureza para tenderse blanda y sumisa, como un perro, a los pies de Otero. El hierro afina y pierde su herrumbre para transformarse en piel, pelo y pluma; lo duro pasa a ser suave sin que pierda su vigor. Sería grato ver en plena faena y observar cómo se desenvuelve con la resistente materia un escultor como este, que tantas trazas tiene de cortesano milanés del Renacimiento.

          Parece que a un escultor le va mejor tener un genio difícil, ademanes rudos de picapedrero, manos cuadradas y fortaleza de peso, algo así como si tuviera que ser el hombre un trozo de peñasco con todas las impurezas de un pedrusco volcánico. La relación de los seres suele ser en nuestra percepción, distinta a la de la naturaleza.

          La tristeza de la vida la borra y la hace olvidar Otero con esa sonrisa natural que se desprende contenida de toda su obra, como si el mundo aún no hubiera perdido aquella delicia sin desgarrones que vivieron Adán y Eva, antes del pecado.

LUIS CARRERA MOLINA

Artículo publicado el jueves 8 de diciembre de 1966 en el “Diario Regional”, de Valladolid (España).