Expresionismo o impresionismo

GREGORIO PRIETO

“Paisaje”, Museo de la Fundación Gregorio Prieto

       La previsión y el arte se abrazan en esta ciudad de Valladolid. Un salón situado en lo más céntrico y en condiciones impecables es aquí una mano abierta que nos meterá desde ahora, doblones de oro del espíritu en nuestro bolsillo interior. Salamanca nos envía cargamentos de arte por su Caja de Ahorros y Monte de Piedad, cortesía que a la ciudad del Pisuerga llena de gratitud.

       De esta manera se nos ha venido inesperadamente por acá el pintor manchego Gregorio Prieto. Es esta una visita que nos ha traído a Castilla un vendaval de altas inquietudes, que esto es su obra, huracanada fuerza que arranca en su pensamiento de orígenes de civilización, de aquella totalmente desnuda de materialismo. Pensemos un poco en ese aroma poético de una pintura que se deja llevar hacia una especie de herrumbre azul de cosas nuevas carcomidas con desesperada prisa por el óxido de un tiempo que ya se fue. Hay como una lucha troyana de razas que pugnan por desenterrarse y levantar en alto la espada, incendiar y hundir naves y llamar a gritos a los olímpicos dioses que duermen en brazos del mito. Turban esas columnas que la mente del contemplador obliga a buscarles techo; pero los ojos resbalan al cielo, abismo celeste con nubes y palomas blancas. Un mundo de cuellos cortados y piernas abandonadas son la crónica de batallas habidas entre soldados que se segaron con varas de mimbre, para después celebrar una victoria bebiendo en pétalos de rosa ofrecidas también a los vencidos y así enjugarles el llanto de la derrota.

       Una Edad Media dejó cortada esa mano blanca en el jardín; aún tiene entre los dedos el ramillete; se piensa en su trovador y la mirada busca el instrumento musical que debe encontrarse por ahí cerca abandonado, y se desea pasar los dedos por el lienzo con el ansia de encontrarlo rascando apresuradamente en esa tierra de hierba rala. Sangra el espíritu con esas menudas piedras del jardín, respuesta áspera a la búsqueda de la viola de amor; destrozada queda el alma como si en la espalda nos cayera entre silbidos de honda, la pétrea ira de quijotescos cabreros.

       Esta pintura es movida por fuertes colapsos de excesiva percepción de lo antiguo. Y se mete en rumores monótonos de cascada por rincones donde es imposible que pase el agua. Baco la busca y después de atravesar los arenosos desiertos de Libia y acosado por la ardiente sed, implora la ayuda de Júpiter y al instante el príncipe de los dioses hace surgir un carnero que conduce a Baco hacia las fuentes límpidas donde apagar aquel tormento. Ahí está abrazando esa escultura ibérica de Balazote, de cara humana, como si el carnero de Júpiter repentinamente se le hubiera petrificado en cuerpo de toro y le llorase desesperadamente entre una incomprensible algarabía de pámpanos con racimos de madera que no tienen jugo. El conquistador de la India, precursor de Alejandro Magno, cae vencido entre las hojas agrias, mientras en el fondo perdido del mar se adivina a Tántalo persiguiendo las ondas fugitivas.

       Se repite el tema del Castillo de la Mota. Dijérase que Prieto aspiró junto a sus almenas el mismo anhelo que César Borgia sintiera: el de la huida. Esas pinturas nos rechazan por su crudeza con flexible impulso de ballesta y, a veces, con brusca fuerza de catapulta. Todas las partes están desnudas, como si ningún color pudiera reconciliarse con los demás. Las “tierras”, cuando aparecen, lo hacen con timidez. Hay en este pintor una especie de temor a la suciedad de color; partes hay que se afinan, por miedo al pincel, con rayados de espátula. Pero en otras obras la fusión es perfecta. Se percibe al artista que hace, porque puede, todo lo que quiere con su oficio. Mas causa a menudo una impresión de principiante, dentro, claro está, de su categoría de buen pintor. Por los verdes el color se le escapa hacia el azul y este es embridado por ásperos blancos. El blanco es lo rebelde del oficio de Prieto. Todos los pintores tienen algún color indomeñable que les preocupa toda la vida. Aquí el blanco, llamémosle color, se libera con absoluta independencia de la voluntad del artista. Sin embargo en los patios el blanco se le tiende a los pies como el perro feroz, que se vuelve manso cuando está junto a su dueño. Pero cuando el amo huye …

       ¿Es Prieto un metafísico del arte? ¿Es acaso expresionista? ¿Impresionista, tal vez? ¿Romántico? Si mezclamos todo eso y lo batimos bien, veremos que con ello se ha formado una especial sustancia dentro de la vegetación de esas tendencias. Y aún más: con olfato de can percibe como sin darse cuenta el perfume oriental, que le sacude y estremece las más delicadas fibras del alma. Ahí lo pregonan unos dibujos muy semejantes a signos de aquellos del país por donde Marco Polo llegó a gobernador. Parece este pintor andariego un “soñador de caminos” machadesco. Y solo se sienta a descansar cuando por los cielos cruza una paloma, contemplándola embelesado para cargarse de inocencia, llevarla en la punta del pincel e inventar con ella magistrales patios de casas perdidas en llanuras desoladas con tropiezos de matojos. Pero desde ahí se revuelve para volar hacia las edades pretéritas, que le tienen fascinado. Y en ese vaivén lucha con energía para que la Gorgona de la duda no le mire y le hunda en la muerte blanca de los mármoles, ni tampoco le mate la musulmana pereza que le envuelve al perderse en la embriaguez de los campos de La Mancha.

LUIS CARRERA MOLINA

Artículo publicado el domingo 1 de febrero de 1959 en el Diario “El Norte de Castilla”, de Valladolid (España).