Fidelidad al arte griego

JOSEP CLARÀ

“La diosa”,Josep Clarà

       Con la muerte de Josep Clarà se ha perdido uno de los más altos representantes de la estatuaria fiel aún a los latidos últimos del arte griego. En sus obras alienta un deseo único de justo equilibrio, ya muy difícil de seguir ahora, en que el arte está todo él hecho de rebeliones. Tiende en esas esculturas la mano de Fidias una sosegada dignidad hecha de paz. El escultor catalán parece haberse olvidado de todo lo que vino después, tal vez por haberse hallado ante la obra de Rodin, tan exagerada en sus retorcimientos que provocaba inmediatas reacciones. Y quizá por ello no es Clarà un escultor ibérico, sino un artista que al nacer se apartó de estos orientalismos, venidos a nosotros sobre las naves fenicias, por considerarlos imperfectos. Y quiso también renunciar al Renacimiento, expresionista para su concepto sin vaivenes. El arte de Clarà es como una mañana limpia de nubes, un mar tan quieto que da la impresión de que aún las naves no hollaron su superficie. Sin embargo hay una tenue sensualidad que da a sus estatuas una cierta descompostura, que es como la sal, que de no tenerla sería escultura perfecta, sí, pero muerta al nacer, una especie de Canova nacido por acá. Parecen decir: “Miradnos, somos hermosas, dejad de contemplar el húmedo césped y la esbeltez de los árboles, hay más rocío en nosotras, más esbeltez”. Y lo dicen con la cara apartada a un lado o mirando al cielo.

       Es imposible ver en estas obras huella del menor esfuerzo, los músculos están ahí no más que para justificar la forma, porque esas figuras no hacen más que posar en un eterno no hacer, en descanso colocado. Es imposible así la hinchazón del músculo, no está justificado más que para servir a la belleza. No se puede imaginar de ninguna manera el movimiento de una danza; los pies de Isadora Duncan, que bailó para él descubriéndole en ellos la expresiva gracia de la inquietud, no turbaron su obra. La quietud pensativa del rostro de la bailarina estaba mucho más en armonía con los mármoles de Clará. Pero el rostro y actitudes de su cuerpo tampoco le atrajeron, pues eran postura griega vista a través de una norteamericana, de pura imaginación esta “pose”, bastante rebuscada, que solo un instante pudo cautivar al escultor.

       Dan sus estatuas la impresión de seres fabulosos que solo aspiran a encontrar una vida en la profundidad de artificiales lagos, limitados por crestería de álamos; seres a quienes les bulle otra clase de sangre por el cuerpo. Parecen hadas de aquéllas que se llevaban al fondo al curioso pastor que se atrevía a mirar el agua con los ojos demasiado cerca, para darle muerte y resucitarle después en un submarino mundo de palacios construidos con diamantes. Hay en todo esto cierto germanismo pasado por ojo francés. Se nota la clase de dictadura que ejercía entonces París, sobre el arte del mundo. Es tal vez ésta la parte más débil del concepto de Clará, prendado un poco de la idea pagana que siempre emanó de la capital de Francia.

       Con el arte de este escultor se demuestra una vez más la capacidad hispánica en todo aspecto y situación, que nos coloca siempre por encima de la sabiduría de las extranjeras gentes, sean de donde fueren; que nuestra sensibilidad, canalizada o anárquica, manda y tiene un peso soberano, ahora y antes, indiscutible, aunque no quieran reconocerlo en ciertos ambientes.

       Reciba un último y cálido adiós el gran español que supo hacer de sus piedras y bronces un suspiro de Grecia.

LUIS CARRERA MOLINA

Artículo publicado el domingo 9 de noviembre de 1958 en el Diario “El Norte de Castilla”, de Valladolid (España).