GOYA

Cuadro El martirio de San Mauricio y la Legión Tebana

  ‘La lechera de Burdeos’, 1827, Goya, Museo del Prado

         Goya mudó de traje al arte. Y le puso andrajos. Tanto es así que hasta esa elegancia chisporroteante de agudos colores en las vestimentas de sus retratos, resultan también andrajos, escalofriantes trapos de segunda mano. Y es chocante que, a pesar de ello, Goya quisiera seguir la moda como si para él fuera un fin, pues daba la impresión de ser indiferente a todo lo que no fuera su pintura. Se piensa de él que fue el pintor más contradictorio que haya existido. Lo lleva en sí hasta el intento constante de poner elegancia en sus gentes pobres y una cierta plebeyez en las clases más altas. Claro que éstas, presumían de esa especie de naturalidad del pueblo. Y así lo veía Goya y así parecía ser.

         Al gran pintor de las majas le llega la hora de una angustiosa enfermedad que altera su forma de ser. Parece que este cambio le hace “ver” esperpentos oscuros como espantapájaros, al lado de otros centelleantes. Es algo que semeja demencia en el gran artista, al salirle en sus lienzos personajes extraños, desencajadas figuras retorcidas por la desgracia, que no le quitan nada -esto es pasmoso- a esos delicadísimos retratos que va pintando al mismo tiempo. Goya vacila y descorre las cortinas para mostrarnos un mundo que casi palpa. El genio raya con gran energía sobre el cobre y nos lleva con su buril a un trasmundo infernal y maldito.

         Invasiones de fuera obligan a España a una guerra de independencia que también es civil. Arde la nación. Y ahora graba como a picotazos nuevas planchas llenas de angustia patriótica que le quema el alma, como él diría. Se alza sobre el cobre “El sueño de la razón produce monstruos”. Y la razón le empuja a crear motivos geniales, agudísimos como navajas. Y allá van sus pinceles con “La carga de los mamelucos” y “Los fusilamientos del 3 de Mayo”, composiciones de Goya que tratan de tú a Velázquez. Y trae tauromaquias, proverbios, desastres, disparates y caprichos, en un desfile delirante. Y … ese problema de las pinturas negras, donde el fondo de la sabiduría del artista toca cimas inconcebibles por su fuerza y libre composición. Con las tierras, colores fundamentales de esta pintura nuestra, norma que viene así desde hace siglos, digo que esos colores de ocres, rojos y sienas, que con los negros y blancos darán a la obra del gran artista los más agitados y bellísimos grises que cabe concebir.

         ¿Dónde queda aquel pintor de Fuendetodos, aldea perdida en el mapa de Aragón? ¿Dónde los días aquellos de Zaragoza en que estuvo metido en problemas de encargos que le hacían decir: “Cada vez que me acuerdo se me quema la sangre”? ¿Y aquél pintor de cartones para la Real Fábrica de Tapices, a las órdenes del frío, perfecto y exigente pintor extranjero Antonio Rafael Mengs? ¿Y cómo Mengs pudo obligar a este aragonés tan rebelde, a pintar como si los colores fueran anilinas y espumas de blancos? No se podía adivinar que aquel baturro llegara un día a levantar su pintura, contra todas las opiniones, sobre esos negros que muerden la sombra y esos blancos que queman la luz.

         Goya perdió el oído, Goya perdió a “su Pepa”, su mujer, después de haberle dado muchos hijos que le fueron muriendo hasta quedarle solo uno. Goya empieza a “oír” que le llaman. Unos fantasmas se le rompen en pedazos entre ruidos inconexos y destemplados. Se vuelve todo ojos y le sale aquella tempestad de colores únicos en su trabazón. Tiembla su dibujo cada vez más. Y también su pulso. Un temblor que se le vuelve vibración musical. Y un color aparentemente desordenado que le lleva al primer puesto de la pintura universal. Y así, a pesar de su vejez, es aún el pintor de unas duquesas de indiscutible belleza. Y así, con su enfermedad y sus muchos años, aún aprende litografía en Francia, aún puede pintar retratos como el de Muguiro y “La lechera de Burdeos”, primeros pasos del impresionismo.

         Casi sin poder moverse se va a Francia. Había pedido antes al rey permiso para buscar alivio a sus achaques. Fernando VII se lo concede. Va a parar a Burdeos, lugar de exiliados españoles. Y allí sigue trabajando. Al poco tiempo vuelve a Madrid para arreglar un papeleo solicitando su jubilación como pintor de cámara del rey. Vuelve a Francia. Y un día, después de una gran comida y mayor alegría, celebrando la llegada de su hijo Javier y su nieto Mariano, cae fulminado por una parálisis, muriendo al poco tiempo y a la edad de 82 años, el 16 de abril de 1828. Le llevan al panteón de su amigo Goicoechea. Y una noche, como si se la hubieran llevado las brujas, roban su cabeza. El destino ejecutó así, sobre el mismo Goya, el último “Disparate”.

LUIS CARRERA MOLINA

Artículo escrito aproximadamente en 1983 para la revista del Club de Campo “La Galera”, de Valladolid (España).