DIEGO MARÍA RIVERA
‘Delfina y Dimas’ 1936, Diego Rivera
Colección particular
Diego María Rivera acaba de morir. Se ha roto el eslabón más fuerte que unía el arte de América con la más profunda entraña de Europa.
La herencia del Viejo Continente fue recogida en el Nuevo por este receptáculo que físicamente dejó ya de ser recipiente, ahora de barro, como un puchero inca. La vena española, que tanta savia derramó con las artes, las letras y las armas, fructificó allí, confundiéndose con la tierra azteca.
Como Rubén Darío impregnara Europa con sus melancólicos cantos de cisne, este pintor, sin quererlo él, tendió las alas de su genio al viento, devolviéndonos el himno de un renacimiento saturado de pluma india.
La llamarada italiana del Siglo XV prendió en las testas del pensamiento ibérico, que empujaron, con el incendio de su mente las naves españolas, a vela hinchada, por los tenebrosos mares.
Desde las orillas de Méjico, llevó Cortés la semilla nueva sobre la grupa de sus caballos por los desconocidos territorios.
El artista del viejo México nos deja en el alma la impresión de la última llamada de un volcán hundido entre las olas.
Expresamos aquí un sincero sentimiento por la muerte de un gran artista americano, al margen de todo sentido humano que diera lugar a otras interpretaciones.
En un país que apenas posee elementos, donde a pesar de todo, están convencidos de que allí cualquiera sabe dibujar, como ingenuamente me dijo cierto mexicano en una ocasión, enseñándome un dibujo suyo que parecía hecho por un niño. La infraniñez del Arte campea por México. Esto da más valor a Rivera, que supo vencer grandes obstáculos sin que por ello pudiera evitar su reverso, lleno de moho ancestral, que le hizo manifestar confusas opiniones fuera del Arte, conceptos que trató de llevar a sus pinturas, sin que deje de ser, por eso, uno de los hitos más importantes de su país y de toda América.
Aunque el cubismo dejó en sus obras una cierta sequedad, se libera de ella al tratar sus temas maternales (de uno de los cuales aparece aquí la reproducción) que le colocan por encima de cualquier gran pintor de su tiempo. Un hondo sentimiento, cuyo origen hay que buscar en las madonas de Italia, penetra por los ojos de esta mujer para darle salida por sus temblorosos labios, que esbozan una sonrisa trémula acompañada de una profunda inspiración que hace vibrar las aletas de su ancha nariz. Las manos, agarrotadas por el duro trabajo, echas a arañar la tierra, hacen esfuerzos por volverse blandas y fundirse en la carne del pequeño, que duerme entre ellas. El pelo de la madre, negro, alámbrico, se confunde con la manta de tal forma que semeja abundosa cabellera que le llega al suelo. Sentada así, le canta, tal vez, una dulce canción que le vino de unos antepasados perdidos ya en el sueño del tiempo. El niño duerme medio deshecho. Es macizo este conjunto, tan macizo como una estatua de Miguel Ángel. Es un árbol de raíz poderosa que no deja lugar para hierbecillas. La antigua escultura del país de Moctezuma, cósmica en su simplicidad, se palpa en esta obra. Es la tierra que se hace carne.
Sin embargo, el más alto prestigio lo consiguió Rivera con sus grandes pinturas murales, que le colocan a la cabeza del más importante grupo de fresquistas del mundo.
Como colorista se le encuentran influencias de Matisse y produce la impresión de no importarle demasiado la pureza de procedimientos.
Nace Rivera en Guanajuato en 1886 y después de estudiar varios años en Europa, entre ellos España, vuelve a México, donde realiza la mayor parte de su obra.
Es impresionante la escueta noticia del periódico, que dice así: “México, 25.- El famoso pintor muralista mexicano Diego Rivera ha fallecido en esta ciudad a la edad de 71 años, como consecuencia de un ataque al corazón”.
LUIS CARRERA MOLINA
Artículo publicado el domingo 1 de diciembre de 1957 en el Diario “El Norte de Castilla” de Valladolid (España).