El pintor del Fuji-yama

TAIKAN YOKOYAMA

  ‘Monte Fuji’ 1940, Taikan Yokoyama, Adachi Museum of Art, Japón

         El eco de la sensibilidad asiática ha sacudido la nuestra con la muerte de un gran artista japonés:  el pintor del Fuji-yama Taikan Yokoyama.

         Si a un artista occidental se le ocurriera ir a Egipto y ponerse a pintar una de las pirámides, siempre la misma, y por todas sus caras. Y si el único tema de la obra de toda su vida fuera la interpretación constante de ese monumento, empezaríamos a dudar de la mentalidad del artista, se pensaría, tras de la sorpresa consiguiente, en el encierro del pobre loco. Para el concepto occidental es algo incomprensible, mas no para el Oriente. Allí puede un artista repetir cuantas veces se le antoje un tema que no se le gastará nunca. Pintará el japonés un volcán mil veces desde el mismo sitio, pero nunca será igual la famosa montaña. En esta desigual repetición está la prueba suprema de la mente lúcida, en lo que al arte oriental se refiere.

         Yokoyama no vivió nunca en la opulencia, era el artista andarín con sus trastos al hombro y la cabeza cargada de sueños, que luego había de reproducir en el jardín de cualquier palacio. Y estos sueños los preparaba con el esmero del cocinero de un emperador, esperando de sus manjares una sonrisa de placer de su señor. Y contemplaba durante largas horas, en profunda meditación, aquel cono que un estremecimiento de la isla hizo nacer. Con la imagen metida por sus ojos dentro del corazón se le hizo exquisito el pulso, y le temblaba al trabajar como una cuerda musical. Ciego para el mundo y con vista de lince para aquella eminencia, hechizado por ella, no sintió el paso del tiempo. Cuando se miró en el espejo del rio, una vez que fue a beber, se vio la frente arrugada y el cabello nevado, preguntándose qué había sido de aquel joven que siempre le había mirado desde el amarillo fondo.

         Como venas azules bajan de la montaña los senderos. Taikan los apresaba para llevarlos a la seda, y allí tendidos cantan trazando perfiles nuevos al llano, estremecido alguna vez por suaves ondulaciones. Otras veces caen del cielo y la gracia del artista los convierte en rocío o los enrosca para inventar un caracol. Y así fue el artista japonés dando vueltas y aprehendiendo cada día una vida nueva mientras sus pies iban sellando en el suelo otro sendero que ha llegado a ser anillo y es ahora una corona.

         Si el arte nació de la esperanza, ella rozó las sienes del pintor y lo ha dormido. Ya sus ojos no ven, ya sus pies no caminan. Aquellas manos que tejieron para el Fiji-yama tan singular ropaje, esperan ahora, tal vez, un beso en sus palmas. O la fría caricia en las mejillas de un poco de nieve de aquella del cráter del volcán que tanto amó. Las raicillas del crisantemo le llevarán entrelazados nuevos signos para el más allá.

         Desde que murió el famoso paisajista del Fuji-yama Hokusai (1760-1842), no hubo consuelo para la montaña sagrada hasta que vino al mundo Yokoyama a pisarle la falda. El volcán se ha quedado sin su espejo de seda. Ya no tiene justificación su existencia sin artistas que le ronden. La espinosa zarza de la muerte le ha pinchado el corazón.

         Cuando Taikan pintaba, le volaban cerca una nube de palomas. Era como el protector de ellas contra el ave rapaz. Ahora se han ido a los bosques del Fuji-yama. Sobre el llano vuelan los halcones.

LUIS CARRERA MOLINA

Artículo publicado el domingo 20 de julio de 1958 en el Diario “El Norte de Castilla”, de Valladolid (España).