LAS MANOS DE EL GRECO

‘San Andrés y San Francisco’ (1598), El Greco
Museo del Prado, Madrid
¿Puede haber en una persona contradicciones entre sus manos y su cabeza? Pues en las obras del Greco las hay. Figuras de apóstoles muy viriles suelen tener unas manos femeninas. ¿Que ocurre con este pintor que tanto contrasta en su realidad propia? Sabemos que El Greco es un pintor desconcertante, tanto que a veces es un ser andrógino en su arte, en su pintura. Y en su escultura lo parece más aún. ¿Lo sería también en su vida ordinaria? Aquí, sin querer, tropezamos con Freud. Y en este terreno vale más no meterse.
Parece que las manos las copiaba de su mujer, pero hay en ellas otros aspectos, un no sé qué de diabólicas inarmonías, que no corresponden a sus modelos, sino a ciertas extravagancias del propio pintor. ¿Extravagancias?
Es el Greco uno de los pintores más difíciles de analizar. Se ha dicho de su obra, también de él, cosas extremadamente duras, donde la idea contraria le ataca sin piedad. Pero en cambio, otros han elogiado excesivamente su obra. Pero esto de provocar tempestades parecía muy del gusto de El Greco. Su obra, es cierto, sopla en diferentes direcciones, según su ánimo, como un viento huracanado al que empujara la locura. Pero dentro de todo manda una linea rígida, una norma fuerte y aguda de sensibilidades, de sabias estructuras que hacen brillar estas obras como gemas de Oriente.
El Greco parece que nos quiere decir: «¿Creéis que la pintura es lo que se hace? Pues no, hay otras cosas; una espalda que yo os estoy enseñando en toda su desnudez, quiero que se vean en ella hasta los huesos. Quiero hacer vivir otra pintura, es decir, busco un super-vivir de la pintura».
Sus figuras son como látigos, sus cabezas como llamas de vela. Y sus manos, sobre todo las manos, que pinchan el aire y la luz, parece que pretenden una rotura de la visión, de la imagen. Ni tienen que ver las cabezas con las manos ni las manos con las cabezas de esas mismas personas, que nos miran con ojos que taladran casi hasta el desmayo. Son figuras religiosas que no parecen hechas para provocar devociones, sino para alterarlas. Y también con aquellas añadidas y desmesuradas alas que agitaban tanto a los frailes, por su gran tamaño. Y en aquellas cabezas mínimas, que pudieran ser para lograr una mayor espiritualidad, cabezas tan pequeñas que agigantaban unos cuerpos a los que ponía a punto de estallar a fuerza de intentar eternidades.
Hemos tenido que llegar al siglo XX para que, de verdad, nos diéramos cuenta de la talla de El Greco. Era muy fácil tacharle de loco, de contradictorio y de padecer astigmatismo. Tuvo que venir Picasso para que viéramos esos aparentes trastornos mentales, si así los queremos llamar. Y Picasso no sólo hizo un embrollo de sus figuras, a fuerza de romper la forma, sino que también las puso fuera de su lugar de acción. Como digno seguidor de El Greco, hizo de la pintura otro milagro y nos ha ocurrido a muchos de nosotros lo que a aquellos frailes del siglo de El Greco, que no le supieron ni le quisieron entender, exigiéndole, incluso, arreglos de sus obras. Pero ahora lo aceptamos casi todo, por si acaso. Repito que al cretense no hubo en su tiempo casi nadie que admitiera su arte, sólo los grandes pintores lo reconocían. Y aún así, no todos, pues ya se sabe que hasta a un gran pintor le cuesta trabajo aceptar la obra de otro.
Pero volvamos otra vez a sus manos, a la alborotada contradicción de sus bellísimas manos, de una sensibilidad casi enfermiza a fuerza de delicadeza. Extremos que recogen algo invisible y apuntan a lo invisible. Nos dicen ellas como una última palabra de un creador, que ahí está el cielo y la tierra en una mezcla de vuelos y parálisis del pulso de un gran artista, que toca con ellas el fondo del inconsciente. Lo invisible manda en lo visible, en la forma de las obras de El Greco, tanto que hay momentos que cualquier espectador llega a sentir algo como su propia sombra, que se agita delante de él. Digo, que al mirar una de estas manos se siente un mundo de exquisita belleza, el perfume de un cosmos de emanaciones que se queman entre densas nieblas de grises.
Con las caras ocurre igual que con las manos: no hay dos iguales. Aunque a veces ha habido extremas semejanzas. Repito que una mano no apoya lo que dice la cara, pero si nos fijamos, hay veces que son tan expresivas o más, que hablan sólo con su movimiento.
En alguna parte oí «si quieres saber la edad de un hombre no le mires la cara, mírale las manos». Hay muchos que al hablar mueven más las manos que la lengua. Para el Greco esto no era ningún secreto, ningún misterio y él pretendió que las manos dijeran alguna vez más que el rostro que, apoyando su expresividad contra la cara, contagia a todo el cuerpo. El Greco sabía que las manos hablaban a veces más que la faz, como también lo sabían Velázquez y Zurbarán. Y muchos más.
Pero nos preguntamos: ¿por qué esa contraposición tan aguda del hieratismo de sus rostros y el vuelo tembloroso de esas manos? Sus rostros son viriles, sus manos femeninas, vuelvo a decir. Y existe también una especie de desconcierto entre los ojos y la boca, dicho sea de paso, en cuerpos que parecen danzar sobre los pies. El Greco lo consigue todo y es en éstas desarmonías donde se coloca sobre todos los pintores del pasado. Ya se sabe lo que dijo Velázquez de El Greco: «Es la Biblia de la pintura».
El ser humano se contradice mucho y nadie llegó a expresarlo tan maravillosamente como este personaje del Arte.
LUIS CARRERA MOLINA
Artículo inédito, terminado el 21 de febrero de 1997, en Valladolid (España).