LOS RETRATOS DE EL GRECO

Acróbata y joven arlequín

  ‘San Jerónimo’ (hacia 1.609) El Greco

Museo Metropolitano de Arte de Nueva York

       Hay un aspecto, no sé si será el más impresionante, pero que penetra como un cuchillo afiladísimo en nuestro interior, los adentros del espíritu de todo aquel que lo ve o lo mira: las caras de los retratos de el Greco. Si se busca en ellas algo que esté en su verdadero sitio, no se encuentra. Todo está torcido, con dirección inesperada. Se ve una frente y no es igual en un lado que en el otro. Las bocas están fuera de lugar, o más a la izquierda o más a la derecha de lo debido. O más arriba, demasiado cerca de la nariz, o demasiado baja, cerca de la barbilla. Los ojos, más alto uno que otro, uno más grande que el otro, como más lejos de la nariz que el otro. La nariz, nunca derecha. Las pupilas desviadas, con estrabismos convergentes o divergentes, nunca redondas del todo, nunca iguales, siempre un ojo más grande que el otro. Y otros detalles más que se pueden percibir, tales como un pómulo más acusado que el otro, una oreja más grande y más alta que la otra, etc. Todo distinto y contrario. Hasta el mentón acusa una desigualdad que te hace ver hasta el hueso.

       Pienso en Velázquez sin querer, en que ocurre lo mismo, pero menos perceptible. El sevillano seguía el mismo camino o que el cretense. Pienso en Goya. ¿Qué tiene Goya en sus caras que impresiona tanto? Pues lo mismo que Velázquez, lo mismo que el Greco. Pero el genio de Toledo lo exageraba más. Era como una vela encendida soplada constantemente por el aire. Si nos fijamos, digo, de una manera insistente en cualquier rostro de el Greco, vemos todo esto. Todo ello produce una impresión tan viva, tan penetrante, que da un resultado de realidad que va más allá del cuadro, que nos hace sentir su presencia, en una vitalidad alucinante.

       Goya aprovechó estas circunstancias de una manera extrema y lo logró de una manera muy aguda. No hay más que ver sus pinturas negras, donde pululan los locos. Velázquez, más sereno, en esas gentes que viven la vida baja: los tontos. No era solo un pintor para la aristocracia. En los disminuidos mentales puso una ternura que nadie ha podido igualar ni antes ni después. Pero volvamos al Greco.

       Sabía el Greco que la asimetría saca el alma por el rostro. Esto llevó a Picasso a consecuencias feroces del arte. El Greco tocó los cielos y puso en ellos trastorno, separando las nubes arbitrariamente, donde parece asomar, así se espera, la cara de Dios. Y así, pero de otra manera, Santa Teresa, que sintió el más allá entre los pucheros. Y lo mismo el fraile Sánchez Cotán, con sus cardos y panes.

       Los pies de el Greco no dejan la huella en el suelo, nos la dejan en el alma. Y más aún por su asimetría. El Renacimiento buscó lo perfecto en la igualdad, así los ojos. Los griegos también la buscaron, y ahí está el Partenón, como una cara.

       Las pinturas de el Greco son como traducciones del cielo, espejos donde se refleja memoria de otros mundos que el caballero de Creta ponía en Toledo. Desde entonces parece que pasan por las calles de esta ciudad personajes que parecen creados por la mano de este brujo de las formas, de este joyero de la pintura. Y aunque se quiera, no se puede decir nada en contra de su obra. El conjunto es de un equilibrio perfecto. Y esto hizo que el pintor griego, además de ser un artista del Renacimiento fuera también un pintor gótico. Digamos de paso que en la obra de el Greco hay mucho de carnal a pesar de su acusada espiritualidad en la que busca este artista un movimiento hacia la santidad, muy profundo y agudo.

       Y ahora, nuestro interior tiene la palabra:

       “Cierra los ojos, pintor, sea la que sea tu tendencia. Y piensa en el Greco. Verás blancos de luna, verdes pálidos, oscuros violetas, rojos y negros de púrpura, casi con olor a sangre, como contraste de unas luces tenues, perdidas entre nubes. Puedes soñar, pintor, que esta es una obra casi enferma que por casualidad llegó a Toledo, de la que nunca pudo escapar, abrasado por el fuego místico de aquellos años duros que nunca han vuelto a vivirse, tiempos de cielo y muerte.

       Si el nombre hiciera al artista y no al revés, habría que pensar que estos colores que ves ahí están traspasados por esencias de pensamiento. Ahí están como viviendo un desvanecimiento extraño que va y viene, que parece que se aleja y se acerca hacia ti, la sensación viva de un milagro.

       Velázquez soñó su luz y hay que pensar que antes la soñó este griego y de ella salió ese alboroto de sabiduría. El artista sintió en sí, en gran medida, la belleza del infinito. El Greco era un poeta, hasta el extremo de que parece que pintaba el rezo, la oración, como si estuviera de rodillas en una iglesia con la mirada agitada contra las vidrieras. De ahí esa decantación de color, depuración exquisita, hipersensible y audaz. Y con ese dibujo tan musical, parece vivir unas intensidades inefables que casi no se pueden concebir. Sobre ello, la firmeza de una composición, un arreglo matemático perfecto, sin fallos. Adivinamos cosas bellísimas detrás de cada paño, intuimos inmensidades y esa profundidad que solo un genio puede sentir. La pintura de el Greco estremece hasta el punto de obligar a tocar la pintura, a poner los dedos en ella cuando se tiene cerca. Si la vida es un momento, un instante, nunca mejor que aquí se puede sentir. En este color dejo su aliento de muchos años, el despertar de un vuelo de fantasías. Luces inquietantes que parecen inacabadas, huyen o tienden a escaparse de las amarras de ese dibujo duro, diríamos que casi de hierro. Capa tras capa de pintura, torbellinos de color, recio pincel, llevan a esa especie de amanecida, con humedades de rocío, como aquellas luces que solo aparecen después de una tempestad. El Greco era un Rembrandt de la luz del alba”.

       Abre los ojos, pintor …

LUIS CARRERA MOLINA

Artículo inédito, terminado el 17 de marzo de 1997, en Valladolid (España).