MÁS SOBRE ZURBARÁN

Acróbata y joven arlequín

  ‘S. Francisco de pie, contemplando una calavera’ (1633-1635),

Francisco de Zurbarán, Museo del Prado

       Hace tiempo pude contemplar en el Museo del Prado una muestra antológica de la obra de Zurbarán. Y al final me di cuenta, más que nunca, de que este pintor es una alta idea y una profunda estampa de la España tremenda del siglo XVII. He aquí una raíz honda y dura de lo que el arte de la pintura puede llegar a ser, de lo que fue y será a menudo en esta tierra de civilizaciones cruzadas. Más que nunca se estuvo en él tan cerca de la forma, que da paso o levanta revoluciones para tiempos futuros, aún muy lejos de alcanzar, uno de ellos, el cubismo. La geometría, la arquitectura y el color se abrazan de una manera tan apretada que estas obras parece que están a punto de estallar. La escultura también parece acudir al abrazo.

       Hay en Zurbarán un mundo de gozo y tragedia religiosa. Y este pintor lo vive como un servicio al cielo. Pero también para su pan de cada día. Debió alcanzar, pintando, mucha paz interior, mucho sosiego contra las amarguras de la vida que, como le ocurre a todo el mundo, nunca le faltaron. Pienso, de paso, que no hay sosiego mayor que el de quien consigue vivir de aquello que le gusta, de lo que le va. Al pintor no debió molestarle ni siquiera el tañido áspero de las campanas de la iglesia, en el silencio aquel.

       Los ojos de Zurbarán debieron perderse a menudo hacia arriba, al cielo azul y hacia aquellas nubes blancas, como la de los hábitos de sus frailes. Y cabe aquí pensar en las veces que debió doblar su cintura para sacar más dureza, más cercanos los pliegues triangulares de los vestidos monásticos, coronados por esas capuchas que guardan en lo oscuro un incendio de santidad. Esos pliegues cortantes contra un suelo de mármol que crean una sensación extraña de cosa vacía dentro de un silencio casi de la nada.

       Las creaciones de Zurbarán permiten descubrir en ellas una especie de levitación. Y es esa dura luz la que produce ese estado. Y la sombra parece retratar la oscuridad del alma, digámoslo así. El blanco y el negro, con esos oros de atardecer, ocres y rojos de siena, hacen de estas pinturas algo musical que transporta al espíritu y que le hace estar y no estar.

       El arte de este gran pintor es uno de los más simples, en apariencia de los más sencillos del S. XVII. Con el blanco, el negro y el ocre hace cosas únicas. Con esos blancos, hace el vestido de un fraile; con la mezcla con el negro, unos fondos abstractos; el rojo añade vida entre esos negros embutidos contra el blanco, esos negros que van a parar al ocre. Le da de esta manera al color, o colores, intensidades vitales que cobran vida dentro de su interior. Y así, hace como quien no quiere la cosa, un sueño de otro mundo y, a la vez, una tremenda realidad, más natural que la misma realidad. Pasma la variedad que arranca a sus blancos, a sus negros, a sus ocres, a sus rojos. La paleta sorda, que ya sabemos que consiste en el blanco, el negro, el ocre y el tierra de Sevilla, levanta unos grises bellísimos, carne viva entre los ocres, blancos y rojos, enmarcados por el negro. La Naturaleza, tan diversa en matices, está en este pintor muy atada a un cuerpo muy corto de color, pero puede lograr con esto una energía genial, una belleza soberana. Es la pintura de un anacoreta. Se busca aquí ese bodegón de Zurbarán: el pan, la jarra, el agua y el vino, una especie de óleo santo. Fascinan esas manos juntas, esa mirada ardiente y oscura, el cántaro ahí, en el rincón …

       Se percibe con fuerza en Zurbarán una embriaguez de silencio que casi podemos palpar, un silencio desnudo dentro de una alegría serena. La humildad tiene en sus obras una fuerza extrema, de disciplina dura. Es el orden exacto del bien hacer y del trabajo concienzudo. Parece que el pintor quiere siempre crear el más alto equilibrio entre la luz y la sombra. No hay camino más sencillo y más corto que esta manera de pintar, que prescinde de la vanidad y del orgullo. No cabe en estas obras la egolatría, no cabe la inmodestia, un pecado tan corriente entre los artistas que, dicho sea de paso, es la mejor manera de no hacer nada, de no llegar a ninguna parte.

       ¿Podríamos poner faltas a este artista de Extremadura? Si las tiene, las borra con esa geometría de volúmenes que le hace ser casi un cubista. Percibimos que el pintor está ahí cerca, al lado, como a la vuelta de la esquina, como a la vuelta del tiempo. Bien podría Zurbarán pasearse por la calles de París, con Picasso al lado, el gran revolucionario del arte, que los acerca de una manera asombrosa. Digamos que Zurbarán, como Picasso, era un diablo pintando, un demonio portentoso que pintaba santos. Nunca un pintor estuvo tan cerca de lo que dijo un egipcio hace 6.000 años: “El arte tiene por base el cono, el cilindro y la esfera”. Zurbarán hacía de una esfera una manzana, de un cilindro una botella, de un cono la capucha de un fraile. Cézanne aprendió la lección, como después Picasso. Pero ya vemos que antes que ellos, en los tiempos de Velázquez, ya utilizó esa norma.

       Se pudiera pensar que si las obras de un gran artista están ante nosotros … ¿en qué consiste la pureza de un concepto hasta entonces desconocido?, ¿es copiar fielmente lo que se ve?, ¿es interpretar? Es muy fácil perderse en estos terrenos, traidores como lagunas. El arte parece muchas veces una cosa ambigua, indefinible, como la vida. Tenemos que decir que Zurbarán es un artista puro. Y también rústico, muy honrado, sin trampas. Y muy simple a fuerza de ser puro. Y vemos que en el color también va más allá de la paleta sorda: sin azules, sin verdes ni amarillos, colores de tierras, paleta caliente, de fuego. Parece que todo ello ha salido de un horno, como obra de un alfarero. Tierras cocidas, no más que tierras, pintura bronca, aguda, que nos traspasa lo más duro de nuestro ser. Solo Goya, otro gigante de la pintura, se le puede comparar. Al mismo tiempo, Zurbarán consigue una dulzura divina.

       Hablar de silencio en Zurbarán es una forma de definir a este extremeño. El silencio es la muerte. Zurbarán lo tenía en cuenta y de esa muerte sacaba una vida única, otra forma de la vida. En medio de todo esto vemos ese resultado del trabajo paciente y vivo que nos trae esa figura que está ahí, que se sale del cuadro, mirándote, casi tocándote. Uno lo siente así. Y eso basta.

       Si el silencio es impalpable, no lo es en esa rosa que ves ahí, pintada sin tocarla, un perfume en esa mirada, en eso ojos, una manzana …

       Los santos de Zurbarán nos dicen que pintar es orar, que pintar es tener sed divina. Son ventanas de trasfondo, espejos de otra vida, en una extrema quietud. Aquí la forma se hace pintura, y también escultura, y habla en un idioma libre y claro desde esos trapos que trazan sobre el silencio una rúbrica de amor. Se piensa en Gregorio Fernández, aquel escultor que trabajó y vivió en Castilla. Se piensa en Berruguete, que fue en cierto modo un antepasado de El Greco. Aquí la firmeza tiembla en esos paños que anularon por su fuerza muchos aspectos de su obra. Por ahí, entre esas cosas, anda Dios, como dijera Santa Teresa de Jesús.

LUIS CARRERA MOLINA

Artículo inédito, escrito en enero de 1995, en Madrid (España).