MURILLO

Acróbata y joven arlequín

  ‘Niños comiendo uvas y melón’ (hacia 1.645) Bartolomé Esteban Murillo

Pinacoteca Antigua de Múnich.

       Hay pintores que vienen a llenar de dulzura el mundo. Este es el caso de Murillo, un artista sevillano que envolvía en una luz casi sobrenatural no más que vírgenes, santos y chiquillos con el mayor encanto que pueda darse. Es una maravilla que en una época de profundos trastornos religiosos, se haya producido el caso de un tan grande pintor de la inocencia humana. Fue Murillo un olvido de la tristeza del drama español, meteoro único que pasa con una fuerte vitalidad.

       No puede decirse que fuera un Fray Angélico, sin embargo va más allá en plasmar esa fe simple de gran parte de los seres humanos. Esto le hace parecer un tanto superficial en más de una ocasión, pero en realidad no es así. Su manera de concebir la obra y sus arreglos de color son tan perfectos que señalan sabia manera, aunque a veces produzca sensación de cosa demasiado preocupada. Las composiciones de este gran artista son ágiles, sin hieratismos. Todo se mueve dentro de un oficio perfecto. Su concepto se expande en varias direcciones, dentro de un sosiego, una quietud y una paz, a veces intranquila, que lleva a Murillo hacia estratos únicos con resonancias futuras que otros pintores venideros habrán de recoger. Parecería buscar un paraíso, un casi imposible rincón abstracto que le llevase a dar con otra luz, pura luz, aire encendido, resplandor más bien.

       No es posible olvidar a un artista que en pleno siglo XVII dio tal impresión de hacer del arte un juego, de arrancarle un gozo como si pintar no fuera otra cosa que un fácil pasatiempo para gentes desocupadas. Murillo es así un artista natural y honesto en extremo. Sabe dónde se esconde la placidez del alma y la roza con sus pinceles, la viste de fiesta. Y hay que señalar que el color es de una realidad única y, al mismo tiempo, de sorprendente irrealidad, pero tiene un sentido lógico, científico, muy firme. Aparecen escapes hacia las formas perdidas, llamémoslas abstractas, lo que no quita para que al mismo tiempo tenga concreciones sólidas sobre la norma exacta. De ahí su audaz introducción compositiva del triángulo rectángulo, solución básica no utilizada antes. Un orden primoroso le llevó a esa delicadeza que se funde entre calidades de gasa mezclada en un juego de portentoso equilibrio entre color y forma que mantuvo al pintor siempre a gran altura. Indiscutiblemente sabe del oficio de pintar con esa seguridad envidiable que sigue siempre la misma línea sin repetirse nunca. Se le adivina en Velázquez, se le ve en Goya. Y, como aquéllos, recoge del pasado y siembra para el futuro. La pintura de este gentil sevillano es una dilatación del alma.

       Cada artista tiene una fuerza única, irrepetible, por ofrecerse desde distintos puntos extrasensibles. El creador tiene un signo inexplicable incluso para sí mismo que parece que le zarandea, le nutre y le exige en su mundo interior de una manera acusada e indefinible; un llamamiento que le alza al sueño de sus invenciones. Son los estados del poeta, que se alcanzan y se alejan no se sabe dónde. Fuerzas contrarias les empujan al mismo fin al que llegan entre angustias y placeres que pocos comprenden. Así Murillo en la poesía de su pintura, que en esta forma de la imagen deja entre las gentes la huella de su genialidad. La pintura, como la poesía son una constante gemela que da sustancia a la palabra y al color. Y así se puede afirmar que este andaluz es en el arte de la pintura un sueño profético del literario Rococó. Y debo preguntar: ¿qué hubiera hecho Murillo si en lugar del pincel hubiera utilizado la pluma? Fue este mago del arte, flor y olor de una pintura de azahar, un rapsoda de la luz, la cara opuesta a la de cualquier pintor de su época, sobre todo de la de Zurbarán, que es como su reverso.

       Hay que considerar en este gran artista el orden, la pureza y la delicadeza, tres aspectos fundamentales de sus obras. En ellas está el pintor religioso de hechura perfecta en grandes tamaños y ampulosos y llamativos temas, retrato fiel de su profundo conocimiento técnico. Véase su ejemplo de ‘Santa Isabel de Hungría y los leprosos’, ‘El sueño del patricio’, ‘El martirio de San Andrés’ y otros. También las Inmaculadas, con esas manos juntas haciendo un ángulo con su vértice hacia arriba que apunta a la cabeza graciosamente sostenida sobre un cuerpo vestido de ligeras columnas de paños, con algarabía de niños-ángeles como base y cerco. El encanto de las Inmaculada, dicho sea de paso, no se ha vuelto a dar. Y los niños callejeros y juguetones no se han repetido hasta Goya.

       Quedan los retratos, la constante de la pintura española, que por no alargar demasiado este trabajo, no voy a analizar mucho aquí. Pero hay que indicar que son figuras llenas de esa gravedad de nuestros retratos españoles, única en sus grandes pintores, que tienen una vida repartida casi por igual entre la que tuvieron y en esa otra que parecen vivir todavía en el lienzo. Son personajes que llevan en el rostro un aparente carácter inaccesible, pero siempre parecen estar esperando a ser interrogados para apresurarse cortésmente a contestar.

       Cuenta la leyenda que Murillo cayó desde un andamio cuando en su trabajo en la iglesia de los Capuchinos de Cádiz, se echó hacia atrás para abarcar mejor ciertos aspectos de su pintura. Se dice que poco después murió en Sevilla a consecuencia de este accidente. Este suceso tiene una rara belleza, cuando parece ser que la realidad es que murió de una hernia estrangulada. Pienso que la leyenda es muchas veces más justa que la verdad.

       Bartolomé Esteban Murillo vivió entre 1617 y 1682, muchos años de vida en una época en que llegar a viejo era casi un milagro.

LUIS CARRERA MOLINA

Artículo escrito en agosto de 1982 para la revista del Club de Campo “La Galera”, de Valladolid (España).