PABLO RUIZ PICASSO

NO PINTO LO QUE VEO, SINO LO QUE PIENSO

Picasso, “Las señoritas de Avignon”

          Se da el caso, entre personas cultas, de admirar unas cerezas perfectamente copiadas del natural por cualquier amanerado pintor y exclaman entusiasmados: “Son magníficas. Se salen del cuadro. Se pueden coger con las manos.” En cambio, estas mismas personas reaccionan violentamente ante un cuadro de Picasso. Es lástima que no indaguen las causas de su incomprensión. A este artista es muy difícil entenderle al enfrentarse con su obra por primera vez. Se trata de un gran escriba de jeroglíficos. Tan grande es su sensibilidad, que probablemente se adelanta en muchos años a su tiempo. Picasso es un maestro de todas las épocas; se le ve a través de toda la Historia del Arte.

          Se equivoca quien encasilla a Picasso en alguna escuela; no es cubista, ni expresionista, ni impresionista, no es sino un pintor genial que interpreta, según su criterio, el sentir de una época. Por eso es diverso en su obra.

          La escultura negra y algún pintor, entre ellos Modigliani, fueron el punto de partida de sus peculiares deformaciones. “Las señoritas de Avignon” es la obra fundamental que prepara el triunfo del cubismo.

          Picasso pinta intelectivamente; él mismo dice: “No pinto lo que veo, sino lo que pienso.” Y añade: “La naturaleza es una cosa y la pintura es otra”, apartándose así del arte imitativo.

          En Picasso hay un inquieto poeta. Tan ilimitado es su poder, que hace plástico el más sutil pensamiento, aunque sea con una sola línea. Y si es maestro en el dibujo, más lo es en el colorido. Pero esto, repito, es incomprensible para el que va sin la debida preparación a gustar de su obra. Se oyeron y se oyen iracundas protestas ante sus cuadros; llegaron, incluso, a descolgárselos en una exposición. Son cosas que suceden al que tiene la audacia de pisar caminos desconocidos, donde para otros, con menos talento, existen miedos que para los grandes artistas no cuentan. Tratamos de recordar sus temas de la madre y el niño, sus arlequines, sus titiriteros, sus vagabundos, el joven de la guirnalda en la cabeza. Todos ellos de una belleza difícil de olvidar. Siempre consigue con el mínimo esfuerzo la máxima expresividad. Poderoso cerebro, no cesa de crear; gigantesco Atlas que sostiene un mundo soberano sobre sí; un mundo mágico, de una constante sorpresa, creando su genio nuevos aspectos de alucinante expresión. Es Picasso, en el siglo XX, lo que Miguel Ángel en su siglo; un inventor de formas de maravillosa sensibilidad, que remueve todos los cimientos anteriores y les da un aspecto desconocido hasta ahora. Nos ha enseñado que todo artista puede pintar como quiera, con entera independencia. Evoluciona constantemente, sin descanso; nace, vive, muere y vuelve a nacer, prodigio jamás conseguido, ni siquiera por los más grandes maestros pasados. Inquieto como ninguno, inaprensible, polifacético hasta el extremo, no deja camino sin trillar y llena el arte de hoy como las estrellas llenan el cielo. Es hijo de todas las épocas; por ello no debe extrañar que cualquier cosa de otros siglos tenga cierto parentesco con su obra. Como Leonardo en su época, Picasso es sabio en ésta.

          Tierno, áspero, audaz, pasa de unas regiones a otras, retrocede en el tiempo y le adelanta. Su poderoso vuelo bate el mundo de tal suerte, que muchos imitadores zozobran en ese mar proceloso del arte moderno, aunque también otros surgen de ese oleaje.

          Es español para gloria nuestra; hijo de un vasco profesor de dibujo, Ruiz Blasco, y su madre, Picazo, de origen balear. A los catorce años se trasladó a Barcelona, donde celebró varias exposiciones. Desde esa ciudad hace su primer viaje a París en 1900. Su primer marchante es Mañach, y un ciudadano que todos conocían por su apodo de “l’oncle Soulier”, su primer cliente en la capital francesa.

          De su vida y su arte mucho más se podría decir. Reside en París y es muy posible que allí muera. No hay campo más abierto para él que la Ciudad Luz.

LUIS CARRERA MOLINA

Artículo publicado el domingo 6 de mayo de 1956 en el Diario “El Norte de Castilla” de Valladolid (España).