PEDRO FIGARI
‘Candombe’ (1932) Pedro Figari
Museo Blanes, Montevideo
Cuando cerramos la verja del jardín de nuestras ilusiones infantiles y nos ponemos a discurrir sobre la ruta a seguir para resolver la vida, nos resulta cada vez más difícil volver la vista atrás. Se van entibiando parte de nuestras primeras esperanzas y se acaba por no saber perder un momento en el deleite de revolver un poco en nuestras primitivas impresiones. Inclinan nuestra voluntad ajenas circunstancias que tuercen nuestra ruta, como los vientos al buque, obligándonos a elegir derroteros imprevistos. Somos, en muchas ocasiones, unos granos de trigo que caen sobre tierra pedregosa. Y menos mal si la suerte nos brinda la oportunidad que nos ponga en la favorable circunstancia de dar un buen fruto. Vuelve el agua, que corría sin cauce por la montaña, al lecho sereno que la lleva al valle y de allí al mar. Aunque también puede el agua atropellarlo todo, formando torrente que brama y haciéndose océano antes que río. Este es el caso de Pedro Figari, pintor uruguayo que, yéndose por las ocupaciones del letrado, no tuvo hasta los sesenta años tiempo para más. Al llegar a esa edad, vuelve la espalda para ver lo que dejó detrás. Y contempla un personaje desconocido que, aunque no hizo mal papel, no es su yo verdadero. Y cambia. Terminó una incertidumbre y despertó una firme decisión a la que contribuyó probablemente un conseguido acomodo o un irresistible deseo de dar un goce más al alma. Y se va a la Argentina, donde empieza a ser pintor (digo pintor y no artista, que eso ya lo era desde que nació).
Estuvo Figari en París nueve años y encontró allí la simbólica y simplista pintura de manchas, donde el color, exagerado en intensidad, juega importantísimo papel. La obra de Gauguin le dio esa lección, aprendiendo en ella que el arte tiene mucho corte de aventura. Y aquí se levanta un uruguayo poético, a la manera de un Rabindranath oriental, que sabe de agitaciones interiores.
No fue Pedro Figari precisamente un auténtico pintor americano, fue, en espíritu, hijo de Europa. Desarrolló sus motivos con sentido de Viejo Mundo que desemboca en un intelectual primitivismo. Dio a la pintura de América del Sur la emotiva musicalidad que le faltaba. El arte de Figari pasa en vuelo, mirando desde arriba, para evitar un descenso que pudiera perjudicar su pintura. Fue la suya una forma de realizar nerviosa y melancólica a la vez; parecía buscar apasionadamente un apoyo, una justificación que le presentara como un auténtico pintor del Plata. Pero no pudo evadirse del ambiente que le prendió el alma en París, creándole un raro desconsuelo de cautivo ingenuo e inquieto. A veces da la impresión de una pintura hecha en momentos de tertulia familiar, entre sorbo y sorbo de café y amena conversación, en esos momentos en que se dejan sobre el mantel los sentimientos más recónditos, cuando todo secreto deja de serlo.
Para Figari el arte es dulce caricatura del dibujo y del color; deshace la línea en suaves modulaciones y exagera la intensidad del colorido para conseguir una emoción separada de la Naturaleza; da a sus pinturas, en decorativas manchas aladas, una impresión de caricia, como si el pincel no hiciera otra cosa que rozar levemente el lienzo. Es arte muy particular que tan pronto se une como se aparta de los “nabis” (profetas), escuela fundada por aquél arbitrario pintor francés, hijo de madre peruana, cantor ingenuo de las gentes de Tahití, que se llamó Paul Gauguin. Figari roza los “nabis” como las abejas, que posan en la flor y se van para no tardar en volver. Pudiéramos decir que es un “nabi” americano; pero solo cuando le conviene. Y en esa conveniencia busca el exotismo en los negros, inevitable trilla del arte americano. Ahí está su “Candombe” para muestra. Un salón donde acaban de bailar, agotados de nostálgico ritmo, brillan los ojos como estrellas en la noche y caen los cuerpos. En este cuadro, el color aletea trémulo, modula una orquestal sinfonía de luces artificiales. Y la línea trenza armonías de hoja de tabaco, caña de azúcar y grano de café. Los cuerpos están temblones y con ansia de más danzar. Se buscan motivos para reclamar imperiosamente que siga el baile; en los ojos se percibe la exigencia que no tiene compasión de agotamientos ajenos. Tras de aquellas ventanas se vocifera; hay barullo de borrachos que apuestan que mañana no habrá fuerte mano que los levante para ir a trabajar. Sentirán impulsos de evasión en cuanto salgan de ese desgozne de cuerpos; se irán sin saber ni adonde ni a qué. Ya los pies empiezan a negárseles, y los encogen hasta sobrarles alpargata; no tardarán en descalzarse para sentir el suelo en la carne. Al final, ya en la noche, continuará el baile por las calles solitarias y, como fieras moribundas, irán dando los últimos coletazos en forma de patadas y batir de manazas, cayéndose por las esquinas en una confusa contradanza de piernas, brazos y desentonadas voces.
El suramericano Pedro Figari, que nace en 1861 y muere en 1938, deja en el mundo un arte delicado, obsequio que Europa brinda a América en uno de los hijos del Plata.
LUIS CARRERA MOLINA
Artículo publicado el domingo 21 de octubre de 1956 en el Diario “El Norte de Castilla” de Valladolid (España).