SOBRE PICASSO

Acróbata y joven arlequín

  ‘Acróbata y joven arlequín’, 1905, Pablo Picasso

Colección particular, Japón

         No se ha detenido el arte. Camina vertiginosamente. No hay nada que gire más veloz. Carro lento de bueyes todo lo demás al lado del vértigo del arte. Destello de luz sobre la media luz y sobre la sombra, violento claro-oscuro que trastorna.

         Conceptos nuevos, como estrellas desconocidas, trazan una raya blanca en la pizarra de cielos azules y verdes, una raya blanca que escribe lo que hasta ahora no se pudo. Verso nuevo en nueva medida, mezclas delirantes de color. El arte era ceniza, muerte, ahora es brasa roja, fuego. El arte era recuerdo, ahora es vida, campo virgen para sembrador de sueños poblados de lunas y de rosas. Es porvenir que dura un instante, como un suspiro hondo, porvenir que se renueva sin cesar al compás del martillazo de fragua, que es el latido del corazón, latido que lleva alas y conduce al ensueño, llevando al cerebro su vida total, para que el cerebro también vuele y se pierda o se esconda en otros boscajes para aclarar las brumas, los velos que quitan de ver nuevas realidades.

         Yo no digo que solo Picasso haya traído esa revolución asombrosa. Pero Picasso es el capitán de navío que encontró un barco perdido y le dio rumbo, meta nueva, sin olvidar la carga que el barco aún traía dentro. Alzó la vela y empuñó el timón y un viento más fuerte, más vigoroso, empuja ahora un aire lleno de irisaciones áureas que recuerdan a Grecia, nuestra maestra eterna, que no la olvida como es imposible olvidar a nuestra madre.

         La razón abría los ojos y ya sabemos que casi nunca los ojos abiertos ven con el alma. Hay que cerrarlos para ver, para sentir ecos internos de las cuevas del espíritu, escondidos en la tierra viva de la carne. El arte ahora se empapa de un perfume antiguo que nos sorprende como un sepulcro que la pala del cavador descubre sin querer: Picasso es un cavador del arte que nos levanta muertos para enseñarnos con ellos cuánta vida hay en la muerte; con las cenizas del rescoldo se reavivaron con ese manotazo que Picasso les dio con la fuerza de un genio. No sabemos todo lo que hubo ni podemos adivinar cuánto habrá, pero hay seres que parecen tener una ventana abierta para ellos solos, un hueco que les deja ver más, siempre más allá.

         Es fragancia de silencio, flor de atardecer, pero la noche, que parece venir, es alumbrada por una inmensa luna de marfil, azucena del cielo que se asoma tras el horizonte como un niño sonriente desde el balcón. Detrás habrá siempre más y más. ¡Más allá!, grita él con la fuerza de una fiera que estrella y despedaza un rugido contra el mar. Este nuevo Colón que, como aquel navegante, puede morir sin alcanzar qué es verdaderamente lo que ha descubierto. Hemos llegado así al deseo hermoso de desleírse en amorosa envoltura de poesía y fundirse en los siglos como una momia egipcia en silencio y noche eterna, aunque a unos pasos nos rodee el desierto, a no sentir el peso de nuestro cuerpo ni la andadura del tiempo, no ser mucha luz, no llorar ni reír, no tener edad y vagar, vagar, como lo hace la luna. San Juan de la Cruz hubiera comprendido estas esencias, estos deseos nuestros, porque él fue este deseo, a pesar de haber vivido cuando hablaban más las espadas que las lenguas. Un alma así estará eternamente despierta como la sabiduría de Dios. Y esto es lo que quiere Picasso, aunque ello parezca una paradoja. Como un enjambre de abejas salieron las nuevas tendencias de la pintura a encontrar las rosas de oro del espíritu, para verla y pintarla como es. Buscando el jardín donde esta rosa está, se encontraron otros jardines que nos dieron otras flores, que nos trajeron otras ansias.

         Definir el arte sería tanto como definir la vida. Cuanto se diga tratando de explicarlo, no sería más que hacer equilibrios sobre un hilo. Quitando cuatro razones y cuatro sinrazones queda una incógnita que no es posible averiguar. La falta de lógica de la vida busca a veces en el arte la razón de su sinrazón. Y el arte le responde con otras razones que la vida no entiende. Y aquí es donde aparece el sueño, la imaginación suelta, que es la más desequilibrada razón. Y de ahí nace el arte, el desequilibrio que da sentido a la vida. Muchos lo saben y pretenden hacerse artistas. Pero ser artista es un privilegio de Dios que se lo da a quien quiere. No depende el serlo de la voluntad del hombre. Pero el intento del hombre serena su propio espíritu, y esto ya es algo. Lo malo es que haya un artista notable. Todos se empeñarán en seguirle y ahí se encontrarán con abismos insalvables, que no desprecian porque no están en su terreno, sino en el del artista a quien quieren no solo con su propia flauta, sino con las de los demás, pero es que Picasso es una sinrazón de la vida y del arte.

         Es fácil decir de un artista cosas muy hermosas cuando este artista ya triunfó, es fácil hacer montañas de papel para decir que un pintor es excepcional. Cuando la mina se encontró se puede sacar de ella mucho, lo difícil es adivinar dónde está esa mina. Los pies suelen pasar y pasar sobre ella. ¿Qué se diría de Picasso sin su base fundamental, sin su anterior dominio del color y del dibujo? No hace falta cavilar demasiado. Quienes reconocen esa fase anterior, su base, sostienen que no vale nada, que Picasso toma el pelo a la gente, que no comprenden esa forma, etc. Y a quienes lo defienden le llaman snob. El snobismo es una cursilería y como tal hay que rechazar todo lo que venga por ese lado. Picasso morirá y será discutido siempre. Lo que nunca podrá negarse es que Picasso liberó al arte de las prisiones del prejuicio. Al arte le ha entrado aire fresco por la puerta de la pintura y ahora canta como un pájaro en libertad salido de una mazmorra. Añado que es verdad aquello de que la pintura es un idioma extranjero que hay que aprender a leer. Esto no debe olvidarse.

         Picasso tiene errores. ¿Y quién no? Le podríamos poner faltas a Velázquez, a Goya, etc. Pero con muchísimo cuidado. Si preguntamos que donde están esos errores habría mucho que meditar. Así con Picasso. Si a este malagueño le acusamos de que muchas de sus figuras padecen elefantitis, podríamos alegar que también las de Botticelli son gentes enfermas. Pero un arlequín de Picasso vale como la poesía de una rosa. Picasso ha dejado libre la intuición, madre verdadera del arte. Y el arte se ha vuelto juego otra vez, haciendo de la forma lo que quiere.

         Picasso es la inquietud del arte. Para Picasso el arte es un signo. Un signo y un perfil. El arte se mira de frente. Picasso lo mira de perfil como un pintor egipcio. La silueta es su “encuentro” mejor. Parece haber hecho Picasso un alegre carnaval del arte donde sus arlequines lloran amargamente su miseria.

         Picasso pinta como pintaría un mono, bajo una inconsciencia. Y agachado o con una silla por caballete. La prehistoria bulle en él como si dentro tuviera un duende. Y sufre esta persecución de una manera constante. La cueva obligó al pintor de los tiempos prehistóricos a estar agachado, agazapado. Así Picasso, como si fuera una fiera que espera. Y encuentra. Y así da a todo teorizante la lección más extraña y aguda que ningún artista ha podido dar: la contradicción de lo intuitivo del brazo de la “cosa mental”. Picasso mono sube por las cuerdas del circo de la vida y deja allá arriba en el cielo de trapo sus trabajos como los dejaría aquel pintor de las paredes de Altamira. Y ese alguien que afirma que Picasso no es un pintor español mejor pudo decir que es una especie de médula espinal del arte, que nació en Málaga porque en alguna parte hay que nacer. No ha nacido en ninguna parte. Lo que es por dentro se llama poesía y la poesía es universal. Por eso Picasso es el más antiguo pintor, y el más moderno. Y su fuerza está en todos los tiempos, por eso se sienta en la calle, en una acera y siente ganas de saltar y gritar, “por no tirarme por la ventana”, dice. He aquí la prehistoria. He aquí la Edad Antigua y Media, la Edad Moderna, todas las edades del arte. La sombra de los trasgos le busca y se encuentra con él porque le sale al paso, como le sucedía a Goya. Sus ojos luminosos escudriñan la floresta y él vigila y “ve” como vigiló y “vio” el feroz Goya. Y baila con su flauta este gran fauno del arte y da con el centauro y su laberinto sin dejarse devorar. Porque Picasso es agilísimo, porque es mono, mono del arte.

         En esta batalla de pasiones que es la vida, donde el afán de dominio ha llegado a extremos inconcebibles, es en el arte donde suele reflejarse mejor esta lucha. No importa que sea un personaje para desposeerle de su valía. Así, con el gran artista a quien, si no en su arte, se le buscan diferencias por otro lado, como aconteció con Miguel Ángel cuando le quisieron encontrar por el lado de la pintura su punto débil, su menor dominio. Y así con Picasso. Los fallos que se inventan son lanzados por el viento de la envidia como un salivazo al rostro del gran hombre, con verdades a medias, que son la peor mentira.

         Peligroso es hablar bien de Picasso, como lo fue en un tiempo defender a Goya, sin correr el riesgo de que le colgaran lo de afrancesado. Hay un corriente empeño en juzgar al artista por sus ideas políticas, aunque no las tenga, porque las ideas de un artista se debaten en otra esfera, que le llena todo el pensamiento, que también el arte pide al artista que lo deje todo y que le siga.

         Se oye por ahí que las artes están divorciadas de la vida, cuando la verdad es que son dos cosas que no es posible separar. El corazón de un artista vive siempre toda circunstancia de una forma más intensa y percibe mejor que la mayoría de las gentes ese trabado que existe entre la vida y el arte, que es su reflejo. Picasso vive en París. Vivir en París es tener que hacer concesiones al ambiente. ¿Quién, en cualquier parte que esté, no las tiene que hacer para seguir en donde se quiere estar? Picasso tiene que llegar hasta la concesión de no poder terminar muchas de sus obras, convertido por la circunstancia en pelele manteado.

         Picasso es una especie de investigador del arte, que ha encontrado abismos y juega con ellos hasta llegar a lo que no espera. Y es en esto el hombre más inquietante que nos ha sido dado en el arte de todos los tiempos. Y está en lucha constante de no ser cogido por ninguna clase de manierismo que es su mayor peligro. El manierismo suele disfrazarse solapadamente de personalidad y es más bien un destierro del arte. Picasso es un nuevo Gauguin que ha encontrado un Haití en sí mismo. Se persigue con una idea que es para él una droga que le adormece y que después le aviva para dejar paso a otra idea. Es un poeta atormentado, sin descanso posible que camina sin cesar hacia lo desconocido, un hombre rupestre que vive en todos los tiempos pasados y está siempre en el futuro. Su poesía va hacia el “Gran Reno”, al Gran Bisonte, a Venus. Y su sombra se recorta grande y negra sobre el fondo del arte, o como una temblorosa silueta sobre el porvenir.

         El saltimbanqui de ochenta años, a la cabeza de la virgen juventud, señala el ancho y difícil sendero del futuro del arte, hacia esa sustancia de juego que Dios puso en la mano del hombre para que sobrevolara y se hiciese niño de otra manera. El Gran Brujo bate en cuclillas, con sus mágicos dedos, caldos antiguos en pucheros calentados con la llama fuerte de su imaginación. Y ahí dentro se quema en infinitos trozos su propio corazón. Sus puños nerviosos revientan las vísceras y con sus pedazos salpica las edades, obligando así al reloj del tiempo nuestro a marcar sus horas de otra manera, no solo con ritmo de adelanto, sino hacia atrás también, como se bambolean los astros, que no dejan de avanzar así en ovalada y eterna ruta. La simiente que otros dejaron a través de los siglos fue recogida en el cuenco de las manos por este rey enfermo que necesita constantes transfusiones de sangre caliente de poesía para seguir viviendo. Y esta semilla es esparcida generosamente por él al aire de esta época tan llamada de transición, y la convierte en brisa que sopla con fuerza hacia el porvenir. Y así le vemos como trastocador de los tiempos que reinventa sobre el pasado todo lo que el pasado nos quiso enseñar de otra manera.

         Picasso está visto como el Gran Burlador de la pintura. No se piensa que la gracia no es fácil de ver. La línea griega que hay en él, una línea que tiembla como la hoja del olivo, que se mueve al compás del latido de un pulso excepcional, esa línea, digo, no es ninguna burla, sino la búsqueda, como antes dije, de una nueva cara que no quiere perder ni olvidar aquel preciso dibujo del vaso griego. La gran burla del arte es empeñarse en ver las imágenes como si fueran fotografías.

         Las familias de saltimbanquis son figuras de sabor rupestre en las que no hay danzas de iniciación ni rito alguno, sino el silencioso estremecimiento de la más extrema miseria, preñada de la más grande resignación que cabe concebir. Los arlequines tienden ante nosotros un milagroso teatro de amor, de donde toda literatura ha huido. Y las bañistas son en las playas, parecidas a caracolas en trastornado movimiento, un verdadero artificio natural fundido entre rumores marinos de una nueva mitología que llega más allá de toda aventura. Igual que los egipcios, encuentra el malagueño nuevos perfiles que miran de otra suerte a otros seis mil años que han de venir y que tal vez otros artistas descifrarán como nuevos jeroglíficos de la historia de las hazañas de un desconocido faraón. El Gran Burlador repugna las facilidades y deja suelto al irrazonable pensamiento y que vuele y gire veloz como la golondrina oscura contra un cielo profundamente azul o como el murciélago bajo la bóveda estrellada de la noche.

         “La obra maestra desconocida”, laberinto de habilísima traza desprendida de Balzac, tropieza a su paso con una arquitectura mágica. Toda la obra de este gran pintor o gran ensayista, como queramos llamarle, es metamorfosis. Y es un universo que gira y gira sin cesar. Es también abeja incansable en sus libaciones de flor en flor. De manera semejante a un sacerdote egipcio, nos contempla con una escultura de un dios detrás, como una esfinge, él también lo es, que nos hace pensar en enigmáticas y ambiguas respuestas a preguntas que nosotros, tan concretos, no nos atreveríamos a formular. Ahí está con sus cerámicas cuando siente la gran llamada entre las espesas nieblas de la prehistoria, como un alarido que le hipnotiza y le lleva sonámbulo a trabajar el barro y le obliga a sacar de una jarra, una Venus, o del espacio redondo de un plato, una ibérica fiesta de toros.

         Ahí está sentado entre almohadones con un laúd al lado, a la manera del árabe, que no sabe pensar otra cosa que no sean abstracciones y soñadoras conquistas que deben parecerle como guerras de religión. Y sentado en una escalera de caracol y con dos lechuzas junto a sí y con la mirada perdida tal vez hacia un sol que nace o que muere y le hace saltar el espíritu en estallidos de pesadillas.

         Es un rey Midas que está ya con la panza llena y que se muere de hambre de poesía, incansable viajero del arte, que traspasa ya muchas fronteras, y que se le convierte todo también en angustiada riqueza. Y aunque él diga que no busca, no hace otra cosa sino excavar sin descanso en rincones donde nadie, sino él, imagina. Y no le bastan ya veinte siglos de arte, necesita avanzar o retroceder cuarenta siglos para encontrar otras vetas. En su trabajo tropieza con fuentes de juventud eterna en las que bebe a sorbos. Y sueña ahora con mezclas nuevas de pintura y alfarería, abrazos de arte mayor con arte menor. Y sobre este complicado sueño, trabaja.

         Hay que decir que Picasso es un pintor griego, un pintor de África, de América, de Asia, de todo el mundo. Es el artista de la investigación, voraz y abismal como un pulpo, y ágil y carnicero como un tigre real. Cualquier cosa excita su ánimo. Y en medio de un circo lleno de payasos, siente que le aletea en el corazón una paloma blanca.

LUIS CARRERA MOLINA

Artículo inédito, escrito en octubre de 1973, en Valladolid (España).