Aún enseña

PABLO PICASSO

“Bodegón de la candela”, 1945, Pablo Picasso,

          En estos años tan agitados para la Humanidad, llegar a los ochenta y cinco es una gracia que Dios concede a pocos, y más aún si se le ha concedido la luz del genio.

          Hace veinte mil años, el pintor era, en la tribu, un personaje casi sobrenatural; era el infalible sacerdote-brujo, que conducía a sus hermanos, por el atractivo de la imagen, a la caza que les sostenía vivos. Picasso parece uno de aquellos hechiceros, resucitado ahora. Él los envía al encuentro de otra caza extraída de las cuevas hondas de la fealdad y el infortunio, a la búsqueda de otra belleza. De ahí esa suerte de diversos problemas que nos traen nuevos estados con trazas de inesperado perfume. Se piensa, sin querer, que Picasso tiene veinte mil años y no puede negarse que está a la cabeza de la juventud. Su silueta se recorta dura sobre todo el arte contemporáneo.

          ¿Qué cabría decir del artista más discutido de la Historia? Picasso está visto por muchos como el Gran Burlador del Arte. Pero entendemos que precisamente la burla, en arte, está en la imitación excesiva y no en su interpretación. Él nos ha enseñado, más que nadie, dónde está aquella fuente de la juventud, tan buscada por el hombre: el manantial del espíritu.

          Las controversias sobre Picasso son continuas y no son de extrañar, tratándose de un genio. Es natural que muchas personas, incluso doctas en el arte, no le comprendan, porque sólo usan de su razón, sin la necesaria sensibilidad. La razón puede cerrar los ojos del alma. Hay pintores que parecen tener una ventana abierta para ellos solos, que les deja ver más allá.

          Definir el arte sería tanto como definir la vida. Quitando cuatro razones y otras tantas sinrazones, queda siempre la incógnita. La falta de lógica de la vida busca a veces en el arte la razón de su sinrazón. Y el arte le responde con otras razones que la vida no entiende. Picasso es una sinrazón de la vida y del arte. Y nunca le podremos negar que ha liberado a éste de las prisiones del prejuicio, llenando nuestra época de una corriente de aire fresco. Él nos ha dejado libre la intuición, madre verdadera del arte, y éste se nos ha vuelto juego trascendental.

          La cueva obligó al artista de la Prehistoria a pintar agachado. Así Picasso, como una fiera agazapada, espera y encuentra. Con agilidad de simio sube las cuerdas del circo de la vida y deja pintadas allá arriba, en el cielo de trapo, sus imágenes, como las dejó entonces el pintor de las bóvedas de Altamira. Por eso es el más antiguo pintor, el más griego y el más moderno. Para él es también el arte un signo y un perfil, que mira como el pintor egipcio. El saltimbanqui de ochenta y cinco años, que va delante de la juventud, nos señala el estrecho y difícil sendero del futuro. El gran brujo bate en cuclillas, con sus dedos mágicos, caldos antiguos calentados con la llama fuerte de su imaginación. Y ahí dentro se cuece en infinitos trozos su propio corazón. Sus puños nerviosos revientan la víscera y con sus pedazos salpica todas las edades. La simiente que otros dejaron a través de los siglos fue recogida en el cuenco de las manos por este enfermo de poesía y esparcida por él generosamente al aire de esta época. Pero este Midas, que está ya con la panza llena, se muere de hambre de poesía. A este insaciable rey se le convierte todo, también, en angustiada riqueza. Y aunque él diga que no busca, no hace otra cosa que escarbar sin descanso. Y no le bastan ya veinte siglos de arte, necesita avanzar otros veinte para arrancar de sus minas vetas de otros metales.

          Picasso es un pintor de Grecia, de África, de América, de Asia; todos los continentes se hallan en él. Es el pintor de la investigación, voraz y abismal como un pulpo y ágil y carnicero como un tigre real. Por eso excita los ánimos; pero al malagueño le aletea dentro una paloma blanca.

          Si Goya dijo, a sus ochenta años, “Aún aprendo”, Picasso puede afirmar, a sus ochenta y cinco, que aún enseña.

LUIS CARRERA MOLINA

Artículo publicado el jueves 27 de octubre de 1966 en “El Diario Regional”, de Valladolid (España).