GODOFREDO ORTEGA MUÑOZ

Pintura ascética

Godofredo Ortega Muñoz, “Castaños y tierras labradas”, 1956

          Vayamos por un estrecho camino con muretes de piedra a los lados. Cualquier lagartija asoma por una hendidura y rápidamente desaparece. Se ven por las laderas unos árboles sin rama; troncos pelados, con unas ramas derechas, verticales, apuntando al cielo; parecen crecer al revés: las raíces fuera y la rama dentro de la tierra. Como los cuerpos de los simoníacos, que esperan enterrados cabeza abajo que el fuego del infierno queme sus piernas.

          El terreno está dividido por pequeños muros de amontonada piedra desigual y la tierra enseña los surcos, más bien arañazos, que diera un labrador para sacar solo una cosecha y marcharse luego por el sendero que desaparece detrás de esa loma.

          Sin querer se vuelve uno a mirar esos pelados troncos de erizadas púas: vienen hacia acá como soldados atacantes de esta pequeña trinchera que es el camino. Allá, el espumarajo de las nubes corona este ascético paisaje.

          Los pasos se oyen en el camino como palabras a media voz. Las piedrecillas ruedan como empujadas por invisibles pies. Ahí cerca espera un pozo a quien quiera beber de su agua limpia. Alrededor unos árboles con dos ramas gruesas y abiertas, son brazos que se levantan trágicos al cielo.

          Remata aquel cerro un árbol que parece un águila esperando a estar segura de que ese hombre que se ve de espalda y mirándola fijo no es un espantapájaros. Se descubre un burro negro entre los olivos por ese cerco de pelucho blanco que rodea sus ojos; nos lleva a pensar en aquellos animales que tenemos que adivinar en las selvas de Henri Rousseau, el aduanero pintor.

          A un lado, una puerta cerrada por una gran piedra deja ver a su través otros pacíficos burros que miran curiosos, empenachados con sus orejas de tijera abierta.

          Un hombre con un paraguas, viene hacia aquí; cabalga un burro escuálido. Pasa muy cerca y silenciosamente desaparece en aquella hondonada. Dan ganas de echar a correr para volver a verle. Pero mejor es ir despacio y gustar un poco más de estas soledades.

          Desde allí donde el camino parecía terminar, se domina el valle. Se ve una casita muy blanca que atrae como una luz. Hay que ir allá: hay que entrar y mirar. Un pan, un queso en un plato, un bote con asa (vino ha de haber en él), y un cuchillo, todo ello en una rústica mesa. A don Quijote le bastaría con eso para reponer sus fuerzas y recobrar el ímpetu necesario para arremeter contra sus gigantes. En ese pan y en ese queso hay rumor de oraciones. Es “la alegre pobreza”, de Séneca.

          También hay fruta en otra mesa con mantel blanco. Aquí Sancho Panza sentiríase gobernador de la ínsula soñada. En un rincón, una silla baja con dos manzanas que alguien dejó olvidadas.

          Las gentes de aquí hablan con la mirada y con el gesto parecen suplicar que su vida se vuelva al revés, como sus árboles. En esta tierra el hombre debe sentirse también raíz. Son figuras sorprendidas en un latido del alma. Ahí están, simples, elementales, en un paisaje puro, donde todo se entiende sin esfuerzo. No hace falta pedir sino cosas a Dios; no hace falta hablar, y de hacerlo, basta una seña. Todo nos escuchará sin rebeldía, con mansedumbre y sumisión, hasta el punto de acabar por dejarnos penetrados de acatamiento. Y con el aglutinante del alma, ser todo uno ahí: frutas, pan, queso, cuchara de madera, cazuela de barro … Y como una cosa más, el hombre, que de barro también fue hecho.

          Buscamos a Godofredo Ortega Muñoz, el pintor que ha creado con su arte este atrayente aspecto de la vida; que ha sabido colocarse en la máxima sabiduría: la de aquel que puede olvidar lo que aprendió para, sin preocuparse de la técnica, dar mucho garbo a su pintura, consiguiendo en sus lienzos ese tono ingenuo y tembloroso, tan difícil de alcanzar, que domina en toda su obra. Lejos, en el silencio del día, y sobre los ocres tostados de la tierra se le ve de pie y absorto en sus pensamientos, mientras un perro juguetón se le enreda entre las piernas. Hay allí un labriego del espíritu, un caminante del mundo. Amsterdam, Roma, Florencia, Viena, Madrid y otras ciudades, vieron en sus museos un hombre que, incansable, sacaba de ellos lo que más pudiera aprender. Se fue haciendo el pintor, también, por Centroeuropa, Dinamarca y Suecia. No le basta y pisa los suelos de Palestina, Egipto y Grecia. Hambre de ver le domina y no cesa de andar.

          Los “ismos” le rodearon y se dejó acariciar. El impresionismo también le quiso en su filas. Pero se fue Godofredo; no podía parar.

          Con esa fuerza nostálgica que nos empuja toda la vida a volver al sitio donde nacimos, así volvió Ortega Muñoz a su rincón de Valencia de Alcántara, a dejar su hatico, cosechando desde allí sus laureles, escribiendo historia con su pinceles, como otros extremeños la escribieran con las armas: a sentarse en una piedra y mirar aquello que tiene enfrente para después, una vez bien metido dentro, recrearlo, pintándolo sin mirar, de memoria. Y nos da ese manjar de alegría que, una vez gustado, obliga a pedir un poco más.

          Dan ganas de tenderse aquí y sentirse tierra; aspirar este perfume con el ansia del que huele una rosa.

          Y ahora dadme pan y queso, un poco de agua fresca y nada más.

LUIS CARRERA MOLINA

Artículo publicado el domingo 5 de agosto de 1956 en el Diario “El Norte de Castilla” de Valladolid (España).