ARTE ORIENTAL

PINTURA SOBRE SEDA

“Tao Gu regala un poema”, por Tang Yin. Museo Nacional del Palacio, Taipéi, Taiwán.

       Recientemente se ha organizado en el Museo Poldi-Pezzoli, de Milán, una importantísima muestra de pinturas chinas sobre seda. Tienen estas obras un impresionante parentesco con ciertas composiciones de algunos artistas norteamericanos de la actualidad. China y América mantienen en arte un curioso paralelo que se pierde entre los siglos.

       La imaginación descabalga, descalza sus pies, entra sigilosamente en el Imperio Celeste y toca el corazón de China. El vuelo interior del alma se detiene ante el rollo de trescientas leguas que pintó de memoria el chino Wou-Tao-Tstu, extraído de los recuerdos de un viaje por las orillas del gran río Kia-Ling. Tienden los chinos en el suelo estos rollos de seda en los días de fiesta. Y los envuelven después en un labrado palo de marfil. Seda y marfil funden su belleza. Pasan resbalando sobre este pesado tejido recortadas montañas cuyas bases desaparecen en las nieblas. Un pájaro aquí, un árbol allá. Un pez que salta y vuelve a caer en agua tranquila, quieta. Dragones que no asustan, a pesar de sus gestos terribles. Torres con las puntas de sus tejados vueltas hacia arriba para enganchar en ellas a los malos espíritus. Pagodas semejantes a grandes pilas de platos que su gigantesco cocinero debió olvidar entre aquellas avenidas de grandes elefantes y camellos. Vasos en forma de palma y de abanico de princesita china embutidos en menudos carritos con incrustaciones de oro. Pabellones diminutos de olorosa madera para viviendas de enanos. Buda sentado, solitario en la selva o repetido quinientas una veces en un gran salón, celebrando tal vez consigo mismo un Gran Consejo. Y los ríos, la mayor confianza del chino, tanto que en sus orillas es donde va a meditar y a ensimismarse en la quietud que aconseja Lao-Tse, a templar sus pasiones y elevar el pensamiento junto al agua dulce y silenciosa. Allí le gusta esperar hasta que el astro muerto de la noche cubra todo con su pálida luz, para intentar un lunático abrazo, aunque le cueste caer y morir ahogado.

       China, la encantada, juega con los dragones confundiéndolos en la bruma, les obliga a perder su forma procurando de esta manera una más feroz expresión en los grandes lagartos de su fantasía. Busca así lo insospechado, norma eterna del arte del País Celeste que no cree en nada perfecto y todo lo deja inmaterial para que el espíritu del contemplador lo termine.

       Un impulso musical empuja el arte chino, igual que el viento al velero. Mil fuerzas, indefinibles para el alma occidental, contrarias y diferentes, revuelven un hormiguero de flautas mágicas. Ni-Tsan, el de los cien nombres, provoca un revuelo en el corazón, y el alborozo de sus poesías deja dentro deseos incontenibles de cantar. Y una luz, cuya más profunda sombra está en el agua batida de las cascadas, juguetea bulliciosa con las piedras.

       El arte de los sabios aristócratas de largas y afiladas uñas, descifrarán el enigma de la Perla de la Perfección. O el secreto del artista de los Tres Ríos y los Cinco Lagos que les muestra en la mano el Vaso de los Mil Ciervos. También descifrarán por qué en la alta nube un enjoyado Buda, escotado hasta el vientre, contempla sonriente a un niño dormido dentro de una pompa de jabón. Las altas mentes harán esfuerzos por adivinar lo que hay en el pensamiento del chino que está sentado ante el rojo Pabellón de la Plegaria, dibujando con las uñas en el suelo una caligrafía que ya va teniendo categoría artística.

       China como Grecia, buscó siempre en la sabiduría tocar con la mano la Gran Alma Oculta del Arte, tal vez con peligro de perderse en el desierto del olvido y la ignorancia al despreciar al que, sin conocimiento, siente el arte con la intensidad de un rezo; al que parece ir por el sendero perdido pulsando el “biva” de cuatro cuerdas, dulce instrumento que arranca trinos a los pájaros y hace estremecer los narcisos.

       En la Pagoda de la Isla de Oro se oyen gritos que parecen llantos. Musicales campanillas mezclan su toque con los extraños coros arrancando en ellos resonancias de bóveda y de ecos entre montañas que se responden de pico a pico. La niebla va envolviendo la Pagoda como un inmenso animal. Los chinos enseñan, vueltos de espaldas, sus coletas como negras serpientes colgadas de la nuca. De pronto un emisario se abre paso montado sobre un ventrudo y enano caballo. Y se le ve perderse en la lejanía. La imaginación, más veloz, se adelanta al caballero y le ve atravesar el río Yang-Tse sobre una caña cortada en la orilla. Y le ve navegar después por mares amarillos hacia países iluminados por otros soles, que esperan con reverencia al embajador que les trae el Gran Secreto del Arte sin Sombras.

       Cincuenta pinturas chinas en Milán exhalan la fragancia del soberano jardín de Oriente.

LUIS CARRERA MOLINA

 

Artículo publicado el domingo 7 de septiembre de 1958 en el Diario “El Norte de Castilla” de Valladolid (España).