RUFINO TAMAYO

Acróbata y joven arlequín

 

  ‘Niños jugando con fuego’ (1947), Rufino Tamayo

Colección privada

       En Oaxaca, ciudad de Méjico, nace Rufino Tamayo en 1899. Queda huérfano cuando solo tiene ocho años y es recogido por una tía suya, dueña de un almacén de venta de frutas. Alterna su trabajo con los estudios mercantiles. Ingresa en la Escuela de Bellas Artes de San Carlos y a los tres años abandona sus estudios para seguir por su cuenta en su idea de investigador del arte. En el Museo de Antropología encuentra esencias que ha de cultivar después. Tamayo hace desde entonces labor de desfonde en el arte y revuelve la tierra del pasado buscando en ella nuevos asideros. Es uno de los pintores que están dando al arte un carácter que tiende a lo definitivo, un carácter que se origina en Picasso (considerando al gran artista español en lo que de avanzada americana tienen sus creaciones). A Tamayo no se le quería reconocer su valor intrínseco de artista del resurgimiento americano; era una sorpresa demasiado fuerte que no se podía admitir; sonaban demasiado Rivera, Orozco y Siqueiros, que ejercían una gran dictadura. Pero el originalísimo lenguaje pictórico de Tamayo se impuso por su universalidad.

       Este explorador de la pintura quiere olvidar que los navegantes vikingos pisaron en América, que el marino Colón puso también sus pies allí. Apetece desconocer la blanca planta que holló su continente virgen, hundirse en una especie de protoplasma indio y extraer de la masa informe unos muñecos amasados con pintura fúnebre y llameante polvo de huesos. Quiere sujetar el menor estremecimiento vital. Como un brujo, de aquellos tan temidos antepasados zapotecas, hace naturaleza con sus magos pinceles. Imagino que le hubiera gustado ser murciélago en el aire, raya en el mar o topo en la tierra para ver con esos ojos lo que él busca en su originalísima pintura.

       Sus precolombinos animales, de siniestro aullido y afilados dientes, no dejaron aún el salvajismo de las hondas selvas donde la vegetación esconde todavía esas piedras labradas, testigos de pretéritas existencias, esculturas que la humana prisa o la muerte dejó abandonadas. Va con sus bestias hacia un arte que vuelve a lo primitivo sin dejar de ser avanzado; embute sus tierras, flexibles como serpientes, en esas esculturas; como si pretendiera dar a la inerte piedra la elasticidad y la vida del tallo del bambú.

       Los antepasados zapotecas de Tamayo bullen en él como tigres enjaulados. Y también le patalean y relinchan dentro los ibéricos caballos de Picasso. Investiga para inventar un arte que no sea un breve paso en esta su terrena vida. Enseña que la creación artística es un juego doloroso que hace olvidar la desventura; que la Naturaleza sin ese juego sería un gigante sin manos.

       Las figuras de este mejicano tienen sabor de soledades, de seres que viven una vida rota, tan apartada que al encontrarse se miran como desconocidos; gentes que tocan alguna vez la guitarra con extraños dedos transparentes que dejan ver delgados huesos; conjuntos humanos que cantan con ronca voz de alcohólicos, con el sombrero arrugado a lo portugués; hombres con patillas de bandido serrano. Tamayo hace vivir estos individuos en angostas calles donde las puertas hacen de paredes. Los cielos se llenan de manchas redondas semejantes a globos que se escaparon de las manos de un niño. Grupos que dan una impresión profunda de mundo que se acaba, donde los demás murieron, quedando solo ellos y deseando abandonar la vida cantando, como la dejan los cisnes. Pinta entes con agujeros y cuernos en la cara traspasados por plantas animales que los devoran o los destrozan con unas uñas afiladísimas. Se mezclan puños y animales nunca vistos en un ambiente donde falta el aire. Hay tipos locos que parecen residuos de hombres perdidos en una Luna que ya está sufriendo las últimas contracciones.

        Tamayo está llevando al arte moderno tan inesperadas consecuencias que parece decirnos que el arte ha de ser unión total de la vida, en todas sus manifestaciones, con la enemiga muerte.

LUIS CARRERA MOLINA

Artículo inédito, escrito en octubre de 1956 para el Diario “El Norte de Castilla”, de Valladolid (España), no publicado.