TRAS LO QUE PARECE IMPOSIBLE

Sobre el recuerdo de la Grecia arcaica, Giorgio da Chirico nos da un arte modernísimo.

Giorgio de Chirico, “Autorretrato”

          En su obra, sigue el pensamiento de Leonardo: “La pintura es cosa mental”

          El año de 1888 vio nacer a Giorgio, en Volo, lugar de Grecia. Estudió en Atenas y en Munich. Viajó por Italia, fijando después su residencia en París. Maravilla ver cómo surge un artista y por qué caminos tan inesperados se cultiva. Un pintor (que) busca lo humano pintando ciudades deshabitadas. Quiere resolver lo que parece imposible. Y lo consigue.

          Alterna con retratos que hubiera pintado Antonello de Messina. A veces es un verdadero primitivo flamenco.

          Lo más extraño es su pintura de pocos colores, de la Grecia arcaica. Nos quiere traer aquella antigüedad y nos da un arte modernísimo de ahora, de siempre.

          Parece un pintor contradictorio, apocalíptico, de sueños bizantinos. Con sus siluetas recortadas llega a conseguir lo inesperado; una rara dulzura; cosa muy difícil de lograr en esta tempestad de la pintura contemporánea.

          Hay en muchos cuadros visiones terribles donde ya se fue la vida, donde todo se acabó y la muerte es gran señora. Es un artista que quiere vivir en aquello que ya fue, que solo tiene vida en esas arquitecturas que el tiempo va transformando, poco a poco, en polvo blanco. Este pintor muestra su grandeza en el fresco de la Triennale de Milán. El pensamiento, en completa libertad, vuela en sus pinturas hasta casi rozar el límite de lo absurdo, como en los sueños. Es admirable que ellos sean a veces una fuerte base para crear; existe el peligro de dejarse arrebatar, perdiéndose todo. Pero cuando un artista los domina y los pone a su servicio, surge un Chirico.

          El cantor de soledades estudia el desnudo y lo hace sin violencia, con bondad, con amor. Después vuelve a sus ciudades sin nadie.

          Estudia los frescos de Pompeya; se deja envolver por ellos. Es posible que al contemplar aquellas obras por primera vez haya sentido en su interior el sordo rugido del volcán que hizo desaparecer aquella ciudad que tan deliciosa debió ser.

          ¿Es absurdo Chirico? No. Es un pintor que pinta bajo aquel pensamiento de Leonardo: “La pintura es cosa mental”. Hay mucha razón en su obra. Tanta puede haber que, como Goya diría, pudiera llegar alguna vez a monstruosidades, cosa que, gracias al conocimiento quintaesencial de Chirico no llega a suceder.

          Podemos ver obras suyas de perspectivas semejantes a las de Piero della Francesca o de Paolo Ucello. Se mete en la intrincada selva de los simbolismos, se acerca alguna vez a Boeklin, se convierte unos años en un gran señor del surrealismo al sugerirle Picasso en el alma esa nueva duda del arte, que está por encima de la realidad.

          Al hablar de pintura metafísica hablamos de él. Y la sustenta en la mejor base: el clasicismo, aunque parezca revolucionario, que, en fin de cuentas, como revolucionario se implantó el clasicismo cuando salió a la escena del arte.

          Es un inquietante pintor de edificios altos y sombras largas, fantasmales, fúnebres, con anhelos de ultratumba. Busca, en su desnudez, el germen de todo lo que vive, y quitándole la vida le da otra que, quizá en la realidad material, solo pueda tenerse cuando el hombre vive sus primeros años de niñez.

          Hay en él habilidades de alemán, a veces asoma Durero; hay savia de Italia, de allí eran sus padres, aunque naciera griego. Aúna la arquitectura, pintura y escultura en una sola pieza. Y ese color, ingrávido como el sonido, le da la mano a la música. Ha conseguido hacer de su arte un verdadero círculo; bailan las musas en su derredor como aquellas mujeres prehistóricas de España dan vueltas alrededor de un joven. Como si hubiera visto una pared ante sí, saltó tras ella y ha descubierto un mundo silente, lleno de paz, nada turbado, donde el silencio llega a su máxima elocuencia, donde una suave pisada resonaría como un trueno. Es un estremecimiento eterno; algo se presiente, algo va a venir, algo está ya en sus edificios, en sus luces, en sus sombras. Mirarle ahora en ese autorretrato, extiende su mano derecha rogando silencio. Detrás una estatua pide también ausencia de ruidos; el dedo blanco de su mano se va a posar en sus blancos labios. En esta pintura se siente que los dioses del Olimpo acaban de enmudecer y uno de ellos coloca en la cabeza de Chirico el laurel de la inmortalidad. Está lleno de inmensidades astrales, hay armonía estelar; el ocaso no ha venido aún, ni vendrá.

          Sus cabezas, con ojos que pinchan al mirar, parecen ver un mundo espantado. Hasta las orejas alarga, dejando en ellas un sentido de caracola para alcanzar más aún esa región angustiada que a veces busca, ese mundo de espectros. Si Dante hubiera conocido a Chirico, habría puesto un canto más a su Divina Comedia.

LUIS CARRERA MOLINA

Artículo publicado el domingo 20 de mayo de 1956 en el Diario “El Norte de Castilla” de Valladolid (España).