Tras una máscara de locura

 JOSÉ GUTIÉRREZ-SOLANA

Cuadro La tertulia del Café de Pombo

  ‘La tertulia del Café de Pombo’, 1920, José Gutiérrez-Solana,

       Con la ira reflejada en el rostro oí en cierta ocasión a un pintor vanagloriarse de que por un voto suyo en contra no se le concedió a Solana la Medalla de Honor. Se la dieron después, en la muerte. Otro pintor dijo: “Lo malo de Solana es que te fijas en el tema …” Y otro: “Carece del más elemental buen gusto”.

       ¿Por qué un artista ha de ser atacado solo por pintar honradamente bien? ¿Por qué lo malo de Solana es el tema? ¿Por qué mal gusto? ¿Por qué? Largo y tendido se podría escribir demostrando que nunca hay motivos noblemente fundados para combatir al que no hace otra cosa que seguir su vereda. Con aplastantes razones llegaríamos fácilmente a la conclusión de que el tema es una cosa más, y no precisamente la más importante. Y en cuanto al buen gusto diremos que es vana expresión que nada significa.

       ¿Puede suponerse lo que ahora se diría de Goya si nos hubiera salido en estos tiempos, de tan amplia y a veces excesiva comprensión, con sus pinturas negras? Y no hablo de ellas por semejanza, que nada tienen que ver con las de Solana, sino por ser una de las más altas justificaciones del expresionismo. Todo el barullo que armó en cada obra no le preocupó gran cosa. Por su pelada cabeza y el vestir arrugado le resbalaron los odios ajenos como las manos de un gladiador en el cuerpo de su engrasado enemigo.

       El que roce con su mejilla una tela de Solana, sentirá el estremecimiento de la gran pintura española. No verá determinado propósito de seguir escuelas, pero sí la pintura sobria, sabia de elementos, domeñados por mano genial, que bate esos térreos colores, retorciéndolos según le manda esa fuerza que mira al cosmos del espíritu.

       Desgraciadamente la falta de conocimiento es grande en esto del pintar. Se habla mucho sin saber por dónde se anda. Se quiere entender sin haber leído siquiera algo sobre sus problemas. Se fía mucho al arbitrario gusto personal. Y se quiere entender a Solana así, enseguida, sin más preparación.

       Hace poco tiempo fue inaugurada una Exposición antológica de las obras de este gran pintor muy cerca del estudio que tuvo en Madrid. Veintiuna obras procedentes de colecciones particulares. No está mal. Es cantidad suficiente, aunque a Solana se le puede juzgar por una sola obra. Y no por repeticiones, que no puede haberlas en quien lleva dentro savia de genio, sino porque cada cuadro lleva en sí todo lo que la pintura tiene de tragedia. Así es, como en la vida.

       Solana está siempre detrás de una máscara de locura. No quiero decir que estuviera loco, sino loca su máscara. Eso es. Dejaba ver así un oscuro moverse de ojos tras de los vacíos del cartón; huecos de drama, dolor y agonía. También de risa, pero aquélla donde el hombre se hace paralelo al animal. Hubo locos en su casa. Y él … a su manera también lo fue, pero su enajenación la tuvo en el alma, que ya se sabe lo que esta esencia hace cuando enloquece: roturar la tierra de la sima interior y hacerla tangible volviéndola del revés.

       En general, a Solana no se le entiende más que antes. Se sabe que tener un Solana es un negocio. Por eso muchos buscan sus cuadros. Uno que vale cincuenta mil, mañana valdrá cien mil. Se negocia porque a muchos no les interesa tener un tesoro colgado de las escarpias. Hay que vender, sí, eso es, vender. Si en el vivir llevamos bandazos, no se diga los que llevan esos pintores de la talla de éste. Solana pintó para él, por eso se le rechazaba a sabiendas de su valía. El arte verdadero no entiende de reverencias al comprador inculto. La respuesta, es decir, el castigo, es la miseria. Después vendrán los laureles. Pero estos vendrán de la nata de la civilización, no de aquel que generalmente solo paga, cuando paga, y nada más.

       Con la mandíbula torcida … Solana parecía pensar con ella. Y también con aquellos ojos siempre perdidos, Dios sabe dónde. Su mirada se hacía fija para “mirar” los huesos. Su pintura es ósea. Las piedras y las gentes, todo hueso. ¡Pero qué hueso! Con aquella manera de ver las cosas, en estatua polícroma, se convierte en un Mena de entraña ibérica.

       La hierática postura de sus maniquíes dobla la esquina de la vida, tocando con los dedos la cara de la muerte. Es una sorpresa llena de inquietud. Algo así como si tuviéramos la impresión de habernos sentido cogidos por un algo inmaterial. Las figuras de Solana hacen pensar mucho en esas de cera que se vieron alguna vez en las barracas de feria y en algún museo de Francia. Tienen los ojos fijos y obligan a mirarlos de frente para convencernos de que no se mueven. Sentimos en ellos una vida turbia que se libró del verdugo para arrastrar la aburrida pena de una cárcel. Se prolonga por ellas un estado de inepcia que no se sabe donde empieza ni donde acaba. Parecen seres perdidos en un sopor mortal. Un barniz de ese extraño sosiego cubre, como un vendaval, los cuerpos humanos de las creaciones de Gutiérrez Solana. Esto les da también esa apariencia aurífera que se acerca al fuego, como si hubieran sido hechos en una fragua. Son un batido de barro y sol.

       El pintor montañés se materializaba alguna vez con esa reverencia al chorizo grasiento y a la botella cuadrada de vino. Se le puede “ver” cabalgando una dura silla de cocina, mascando con lentitud su pobre comida. Un gran trago detrás y un pase de mano que le amordaza un instante la boca, acaban con la exigencia corporal. Y queda libre para pintar.

       Alucinante y vigorosa pintura esta, hija legítima del sentir español. La que se resuelve entre ocres y sienas, colores sordos, hermanos del brazo de agua que corre bajo las tierras secas, del rumor profundo de las sinfonías de un Beethoven. Es el cielo y el suelo revueltos, de los cerros desnudos, de vetas blancas y amarillas, con su redondez aplastada por encima, como esos montes de arena que el niño allana con la pala o la mano. Y la parda luz de la tarde pintada por un artista que la huía como un mal, la que Leonardo buscaba como un bien. Aquella luz le sudaba a Solana por la piel.

       Una delicada y culta mujer ha dado una conferencia sobre su pintura. El hecho de que sea precisamente una mujer quien le defienda, deja al gran artista más alto.

LUIS CARRERA MOLINA

Artículo publicado el domingo 11 de mayo de 1958 en el Diario “El Norte de Castilla”, de Valladolid (España).