JOSÉ DE RIBERA

  ‘El mendigo ciego’ (1632), José de Ribera

Allen Memorial Museum, Universidad de Oberlin, Ohio, EEUU

          Un lienzo de José de Ribera, titulado el “Mendigo ciego”, ha sido adquirido para el Museo de Oberlin (Ohío), por míster R. T. Miller Jr., procedente de la colección del doctor Carvalho, de Vilandry. La adquisición de este cuadro movió al mencionado Museo a organizar una exposición de diez óleos y nueve grabados del famoso pintor español.

          Con la cartela en la mano el ciego enseña su rótulo funerario del “Dies irae, dies illa” que armoniza con el amarillento matiz de ese rostro del que huyó la luz. Un tic nervioso contrasta con su inexpresiva movilidad. Y tiene esa postura ladeada del semblante ciego. El hombre del lazarillo parece cantar a la muerte con tenaz monotonía. A su lado el mozuelo, que le sirve de ojo, no se da cuenta del garfio que le atenaza el hombro, tal es la mano del ciego, lleno de miedo a perder también su prestada vista.

          Esta obra, como otras, pudiera muy bien servir de saludable freno a la pintura de nuestro siglo, tan lleno de “interpretaciones personales”. No debemos olvidar esa poesía fuerte que domina grandes contrastes, tales como un San Jerónimo, el ímpetu de Hércules, la belleza de Adonis y la monda calavera, la inocencia de Sansón y la perfidia filistea. Se huye de aquella pincelada que señala con energía la dirección del músculo, que plasma la vida que late allí debajo, después de haber sido arrancada la piel al mártir caído y amarrado. Ya no es tema pintar al que sufre entre recias carcajadas de maldad que retumban contra las peñas, ni los dedos de las manos como clavos sobre el pecho, los labios temblando y los ojos irisados de santidad. Brazos tendidos de San Bartolomé; libros abiertos de San Jerónimo, cuyas hojas se entreabren como bocas resecas que nos hablan de duras abstinencias. Pintura de leño crepitante de hoguera, hecha con la mayor simplicidad de color que se conoce.

          Aunque mucho debe la pintura española a Italia, no deja por ello de tener la gran independencia de su tradición. El español lucha y se bate bien, aunque no tenga en la mano más que un mendrugo de pan. Sabe despreciar la riqueza para abrazar la pobreza cuando se da cuenta de que la moneda estorba al espíritu. Tiene entonces ese inimitable aire soberano, y marcha contento como los caballeros de la época del Lazarillo de Tormes, “con paso sosegado y el cuerpo derecho, haciendo con él y con la cabeza muy gentiles meneos”. Este ambiente había de dar en el siglo XVII una pintura de gran nervio, donde cada pincelada había de ser dura, como arado en la ascética piel de los mártires.

          Si áspera es la pintura de Ribera, no olvidemos que en ella va envuelta mucha parte de aquel dulce y melancólico quehacer de nuestro Francisco Ribalta, maestro suyo, tan cercano de aquel poeta-santo Juan de la Cruz, de la “Noche oscura”, que se confunde entre las azucenas. También le dejó Ribalta un sentimiento que apunta al cielo y revuelve las nubes, dejando los ojos traspasados de luz ascética.

          Lo más agreste de Ribera le viene del “tenebrista” Caravaggio, aquel su maestro italiano tan turbulento que hasta parece meter sus figuras en pequeños calabozos de castigo, donde solo entran el pan, el agua y un rayo de luz.

          Por su triangular manera de componer consigue Ribera la grandiosa firmeza piramidal que le dio la jefatura de la escuela “tenebrista”. Italia no vio en él un emigrante más, de tantos, sino un rompiente oleaje que rebasa las orillas e inunda la costa con poderoso empuje.

          Aprende de Correggio a llenar de sugestión los vacíos y a dominar el movimiento de sus figuras. Como todos los grandes maestros basa su aprendizaje en la naturaleza y no se aparta un momento de los modelos vivos.

          Conviene desempolvar alguna vida de estas para que no se olvide la grandeza pasada. Si se acusa a nuestra pintura de anárquica, la respuesta es el regalo de un genio que de vez en cuando dicta sus normas al orbe artístico. América sabe esto y por eso adquiere las obras de nuestros pintores con marcada preferencia.

          En la bella Nápoles del 1600, que resolvía casi exclusivamente sus asuntos con la espada, vivió el “espagnoletto” teniendo que contentarse con los pedazos de pan duro desechados por su condiscípulos, llegando después a vivir como un príncipe. Deja pronto esa vida de regalo, que le apartaba de su verdadera ruta para abrazarse voluntariamente a la pobreza. Desanimado también por la desgracia ocurrida a su bella hija Ana (agravio recibido de don Juan de Austria, hijo de Felipe IV y la Calderona, llamado “el chico” para distinguirlo del de Lepanto), se retira a un arrabal napolitano, muriendo oscuro y olvidado.

          Con la exposición de las obras de Ribera rinde América, una vez más, un justo homenaje a la pintura española del siglo XVII.

LUIS CARRERA MOLINA

Artículo publicado el domingo 8 de septiembre de 1957 en el Diario “El Norte de Castilla” de Valladolid (España).