UN RETRATO

Acróbata y joven arlequín

  ‘Sito’, 1967, Luis Carrera

Colección particular

         Un retrato es un recuerdo que ha perdido su vaguedad para volverse nítido, concreto. Así, en la forma se apoya nuestra desmemoria, el deshacerse del pensamiento, alejado ya de nosotros para siempre que, aunque vuelva, nunca será ya el mismo.

         La figura de un retrato en el lienzo va más allá de la circunstancia que le hizo nacer. Y más acá también. Es, en cierto modo, una esperanza, un deseo de eternidad, digamos mejor, la luz que queremos ser a través de esa noche que es el tiempo cuando ya pasó.

         La vida de todas las cosas, pongamos por ejemplo las flores, tiene en sí el eterno pasar que le va quitando su ser, su continuidad eterna. He aquí cómo en una pintura -también en la escultura-, esa vida, por el arte, vivirá más, llenará deseos que de otra forma nunca se lograrían.

         La vida en el arte se paraliza, pero no muere, forma contraste con todo el pasar. La Gioconda sonríe desde que Leonardo la pintó. Pero para las gentes de entonces no fue lo mismo esa sonrisa que para nosotros, que la contemplamos después. Mirar no es lo mismo ahora que antes. Ni siquiera mirar a los cuarenta años es mirar como a los quince. A través del arte, la vida, esa vida detenida, también cambia, y cambia con cada uno que la mira, con el estado de ánimo que mueve los ojos del que pasa por delante, del que se detiene a vivir un instante con su interior fuera de la piel.

         Ante un retrato surgen interrogaciones. Hay preguntas y respuestas, hay palabras y silencios largos, cosas inexplicables, cartas recibidas de unas manos que ya quedaron secretas bajo la tierra. No hay explicación alguna y en ello reside la mayor belleza, la poesía nos abraza desde el alma al alma, lo sentimos así sin entenderlo.

         Se pasa al mundo interior por esa ventana que es la figura que contemplamos ahí. Entramos como volando por una puerta y nos vemos en una habitación hablando ante un espejo, sentados o de pie mirando al fondo. Y queriendo mirar al sitio por donde entramos, pero sin conseguirlo. No hay dolor ahí dentro, es un goce indefinible, sutileza de una fuerza que nos deshace y nos construye de otra forma, como si nos volvieran del revés. Miramos la figura que antes vimos de frente y la vemos ahora de perfil o de espalda. Una mano que no nos llamó antes la atención, nos subyuga ahora por la extremada elegancia de su postura. Cuando salimos de estos lugares, de estos espacios, no se lo contamos a nadie. Lo queremos todo para nosotros, no queremos repartirlo, aunque sabemos que habrá siempre un pedazo para todo aquel que lo busque.

         Un retrato puede ser también la memoria de una época, el movimiento, la agitación de unos años decisivos. Esto como documento. Lo que antes he dicho, como alboroto de la imaginación o sensaciones que nos ascienden de no sé dónde. Leemos con los ojos, leemos con el alma y sentimos sobre la alfombra mágica de las sensaciones. Y así se ven cosas representativas que sucedieron cambiando la ruta de la historia. Y así se sienten esas otras cosas que se despiertan en nosotros sobre un amarillo inesperado junto a un rojo que se filtra a través de un azul que nuestra razón nos exigía que fuera un verde. Algo que nos mete ahí detrás, a vivir de espalda a la realidad y de cara a las palpitaciones de esa figura quieta que se mueve de otra manera a como nos movemos nosotros.

         Cuando contemplamos un retrato empezamos a vivir en otra parte. Y de otra parte venimos cuando lo dejamos. Quiero decir que antes de mirarlo no somos los mismos que después de haberlo mirado. Algo hemos encontrado y algo nos llevamos. Algo nos nace y algo se nos muere.

LUIS CARRERA MOLINA

Artículo inédito, escrito en octubre de 1969, en Valladolid (España).