VELÁZQUEZ

Acróbata y joven arlequín

  ‘El triunfo de Baco’, 1629, Diego Velázquez

Museo del Prado, Madrid

         En un tiempo largo se creyó imposible que después de Velázquez la pintura pudiera dar un paso más. Parecía que la puerta había quedado cerrada y ya no se podía ir más allá. El año de 1.660 cortó la gloriosa ruta de este creador de formas que había llegado a un límite asombroso. La silueta agotó sus últimas modulaciones, la composición alcanzó en él su más alta y firme solución, el color llegó, con sus grises, a su más exquisita delicadeza y la luz alumbró desde dentro su pintura.

         El negro, el blanco, el ocre, el rojo y casi ningún color más cubren un maravilloso dibujo, seguro y bien armado. Sobre este andamio, la suave vestidura de color llega a ser en ‘Las hilanderas’, poco más que el soplo de la rueca.

         Un tino que nos pasma conduce a este caminante, que sabe desde el principio por dónde va. Se dirige seguro, sin vacilar, hacia unas figuras que empiezan en el jarro y terminan en inesperadas profundidades. El dominio de los pinceles lleva a Velázquez a un estado granítico que casi resulta imposible igualar.

         El gran sevillano respira serenamente en sus pinturas, llevando a ellas una especie de sosiego eterno, pero la visión de sus obras agita siempre el alma del contemplador. El frío artesano de la forma nos desconcierta en extremo cuando estamos delante de sus originales, pues donde parece que ya no cabe más, se encuentran facetas inéditas que nos aplastan con su lógica. No se puede ir allí pensando que no queda resquicio ni esperanza de algo nuevo. Se llegó a decir “que pintaba demasiado bien”. Opinar así fue uno de tantos errores que se cometieron contra él. Fue poco más o menos una crítica solapada sobre el pintor del que nada se podía decir que le menguara. Después de muchos años de olvido, que no llegaron a apagar aquel sol, se cayó en la cuenta de su magistral sencillez. Parece que lo evidente debiera comprenderse enseguida. Pues esta vez no. Este pintor tan claro se nos hace frecuentemente un enigma a fuerza de ser veraz. Aparentemente no hay problemas, pero ahí están: la pincelada oscura que aísla del fondo la jarra de vino que está al pie de “Los borrachos”. ¿Cómo pudo Velázquez cometer este error de valoración? Quizá no le mereció la pena volver a pintar el cuadro por un error que debió descubrir después. Las cinco lanzas que se inclinan entre las demás de “La rendición de Breda” para dar movimiento al conjunto de verticales y paralelas, pudieron haber sido puestas así después. También buscó en el mismo cuadro la cuerda floja del brazo amistoso del marqués de Spínola, para dar blandura a la dureza del acto. El brazo pudo estar antes más recto. Son detalles que obligan a reflexionar, basándose en otras correcciones que han asomado en otras pinturas suyas. El más perfecto de los pintores no daba nunca por acabadas sus obras. Sabía, como después Picasso, que la obra de arte no se termina nunca.

         Sus estudios primeros eran casi esculturas, de tanto acusar la forma, hasta el punto de ser sus primeras figuras no más que bodegones. Hay arte, pero también hay ciencia. Esta arquitectura sólida de color y forma, lleva toda la pintura velazqueña a un final exacto. Así llegó a pintar la profundidad del aire. Lo que está y no está. Si Goya es un incendio del alma, Velázquez es el alfarero mayor de la imagen.

         Pensemos unos instantes en sus retratos, ese centro alrededor del que gira siempre la pintura. Sabemos que el retrato no puede escapar a ningún pintor. Y menos a Velázquez. Ahí está él, más él que en el resto de sus obras. Sabemos también la importancia que tiene el espejo en la pintura. El cuadro tiene, además de espejo, ventana, que también ésta tiene en la pintura su papel. Velázquez sintió el embrujo de la ventana y del espejo. Se encontró así más dentro de sus cuadros, como en un escenario frente al público.

         De sus relaciones humanas, aparte del Rey y el Conde-Duque de Olivares, solo conocemos un poco de sus encuentros con Zurbarán, Rubens, Ribera y alguno más, como si solo se encontrara a gusto consigo mismo.

         No es necesario hacer aquí una biografía más. Ahí está él, vivo en sus obras.

LUIS CARRERA MOLINA

Artículo publicado el 27 de enero de 1981 en la revista del Club de Campo ‘La Galera’, de Valladolid (España).