DANIEL VÁZQUEZ DÍAZ

VISIONARIO EN EL ARTE

Daniel Vázquez Díaz, Los frescos de la Rábida

          Nerva, pueblo situado en un desolado paraje de Huelva, nos hizo el regalo de un artista, que recogió sus primeros colores de la misma tierra donde nació, mezclándolos con agua. De gran sensibilidad, cultísimo en el bien pintar, que había de culminar donde el soñador “Almirante de la mar océana” realizara sus grandes ansiedades descubridoras: Santa María de la Rábida. En este monasterio nos dio Vázquez Díaz la exacta medida de su gran poder creador. Otras cosas tenía que pintar antes de llegar a su magnífica obra del mar. Andar y andar por esos mundos e ir recogiendo sustancias aquí y allá; aprisionarlas en su espíritu y, en esas retortas, transformar en precioso metal amarillo todo cuanto en su alma dejó huella.

          Por tierras de Alemania, Italia y Francia, y por otros lugares también, fue bebiendo con avidez, depurando su arte, llegando, en suma, a un compendio ideal. Para todo artista, caminar por tierras extrañas es tan necesario como el aire que se respira, como el agua que se bebe. ¡Cuánto pintor no llegó a cuajar por faltarle este espaldarazo espiritual!

          Sus primeros estudios los hizo en Sevilla; en París se hizo maestro. Allí encauzó su pintura hacia su lado mejor: la pintura de grandes planos, de masas equilibradas en su oposición, de contrastes magníficos de blancos y negros, y esos barridos amarillos que le vienen, quizá, de Italia.

          Picasso está presente en su pintura; pero en la obra de Vázquez Díaz se hace más benigno. El cubismo pasa también por la retorta interior de este pintor y alcanza así una fascinante expresión.

          Pinta incansable; sabe que uno de los secretos del arte es el trabajo, y con él construye, cada día, con maravillosa y humilde paciencia de franciscano, ese edificio magnífico que rematará con su propio nombre.

          Daniel Vázquez Díaz pinta retratos, muchos retratos; las más variadas psicologías dejan en los lienzos del pintor un momento fugaz de su vida, aprehendido por la mirada penetrante que no deja escapar ni el más leve latido.

          Juan Ramón Jiménez, el de “Platero y yo”, posa sentado ante Vázquez Díaz, con esa su aristocrática elegancia; el desigual Unamuno, el impetuoso Rodín, el padre Getino, Ortega y Gasset, Tsapline y tantos otros. Su “Niña rosa”, que acaba de abrir una puerta y se ha quedado ahí, con los brazos abiertos, sorprendida por haber visto algo que no esperaba, vestida como una japonesa. Algo hay también de aquellos ambientes de allende la India en esta singular pintura. Algo tienen también de bizantinos sus cuadros, veamos su “Pájaro y niño celeste”. Elige temas de gran dificultad, retratos de señores gordos, redondos, casi como bolas, tan difíciles de espiritualizar.

          Vázquez Díaz es un extraño alquimista del arte; su adentro todo lo transforma, sin que, por ello, el natural deje de respetarse.

          La base de su pintura son los dibujos, repletos de sensibilidad, magníficos cimientos de sus obras.

          Algunas de sus figuras dan fe de que Velázquez y Goya dejaron en Vázquez Díaz parte de sus esencias. Equilibrio de masas, variedad riquísima en los grises y ese punto medio tan difícil que queda entre la fidelidad a sus modelos y su interpretación, conseguido con pasmosa facilidad. Podríamos hacer un verdadero museo de calidades con parte de su producción: Retrato de la señora condesa de Requena; Panchito el soñador; Retrato en blanco; El hombre de la capa gris; El Cartujo; Niña bretona; Un tablero de apuntes de sol; Un seminarista; Proyecto mural; El alba; Verdún … etcétera.

          Vuelve a España desde París, y, como un rey, sienta sus reales en Madrid y sigue como abeja incansable su labor de panal. Y empieza a soñar con el mural de Santa María de la Rábida. La obra que no le deja instante de reposo; obsesionado con ella pasó tiempo y más tiempo. Tuvo que esperar hasta llegar a un acuerdo, como aquel personaje de siglos atrás que fue también al monasterio a exponer sus proyectos. Por fin, consigue empezar su obra al fresco, y escala, con su “Descubrimiento de América”, un puesto de elegido. Es obra capital, soberbia de composición, ligada en todas sus partes como un edificio griego. Grupos de hombres con las manos extendidas, como remos que apuntan al otro lado del mar; a la derecha, pensativos marinos, los capitanes, no tan locos como los marineros del centro, cuyo entusiasmo les arrebata la razón; las carabelas, con sus proas dispuestas a hendir el mar; a la izquierda, Colón, con la mano puesta en el hombro de un misionero. Hay una gran audacia en el tema que armoniza con esa misma audacia que tuvo el gran descubridor de América.

          Han pasado años; su nombre vuelve a resonar con el Gran Premio de la Bienal a su obra, magnífico remate para un artista de su valía. Pero él sigue y sigue pensando en su mejor obra aún por hacer. El genial visionario de tierras desconocidas tiene un hermano visionario en el arte, que sigue la misma consigna: Más allá. ¡Más allá!

LUIS CARRERA MOLINA

Artículo publicado el domingo 29 de abril de 1956 en el Diario “El Norte de Castilla” de Valladolid (España).