ZURBARÁN
‘San Hugo en el refectorio de los Cartujos’, hacia 1.655, Zurbarán
Museo de Bellas Artes de Sevilla (España)
Quien se fije un poco en unas manzanas, unas flores o en una jarra … está contemplando a Francisco de Zurbarán, aquel pintor de Extremadura que nació en Fuente de Cantos y llegó a ser el paso anterior a la pintura de Velázquez.
Habría que ver a Zurbarán extasiarse ante un puchero, ponerlo en el lienzo y llevarlo al sueño de la vida. Y lo mismo con esos frailes que están hechos, más que con pintura, con barro. Y hacer con todo esto un mundo tocado de misticismo, un poema de humildad y de orden que casi no cabe en el alma. Podría comparársele con San Juan de la Cruz. Se piensa que el gran artista no debió sentir al pintar ni el peso de su propio cuerpo. Uno se pierde en esos paños donde nos mira el rostro de Cristo, donde vigilia y sueño se asoman desde lo más hondo de Zurbarán.
Envuelto en arrobos de un mundo natural, pinta fuertemente enamorado de sus creaciones de soledad. Un ángel parece llevarle de la mano en vuelo hacia una cada vez más profunda visión. Con el trabajo paciente, le vienen esas agudas maneras de resolver problemas de composición fundamental, tras de análisis tenaces del natural, sobre fondos abstractos que huyen hacia el infinito.
Los frailes de Guadalupe tienen la quietud de las naturalezas muertas, anuladas las figuras tan duramente por unos hábitos que parecen tejidos para dar luz entre penumbras. Es esta una de las facetas de Zurbarán, una manera original de presentar a sus personajes que le coloca a gran altura. Nunca más pudo asegurarse que el arte de la pintura llegara a ser un misterio transparente como en estas obras. He aquí al pintor de los paños blancos, aunque pintara otros que no tienen menos mérito. Sus fondos son muy oscuros, se enredan entre ocres y sienas -esos amarillos y rojos bajos tan nuestros-. Estamos ante un juego magistral de los colores más simples, que semejan los terrones de la pintura. Los negros llevan su trágica melodía del color huido, como la otra del blanco que parece nada, lo que no existe. Con estas austeridades nació una gran pintura, apoyada sobre un magistral dibujo arquitectónico. Así Zurbarán se hace un matemático de la forma como lo fue Durero, que todo lo geometrizó. Pero Zurbarán ahonda más, porque parte de la elocuencia poética de las cosas inertes, que se nos meten dentro a fuerza de estar quietas como piedras. De aquí ese estado conmovedor nunca conseguido antes, abrazo de dulzura y fuerza arrancado de la Naturaleza, sin repetirse nunca.
Zurbarán da la impresión constante de haber puesto tanto amor en su pintura que es difícil encontrar otro que se le pueda comparar, aunque bajara de calidad en alguna de sus obras debido al deseo de cumplir mejor con los deseos de cierta clientela. Puso tan tenaz empeño en la obra que casi su trabajo era el de un escultor, por el acusado volumen logrado. Anda muy a menudo cerca de los grandes imagineros de Castilla, verdaderos Zurbaranes de la escultura.
Se ha llegado a decir que el pintor de Extremadura fue en el oficio más puro que Velázquez. Pero no siendo tan grande como el creador de ‘Las meninas’, bien se tiene que pensar que de haber ido Zurbarán a Italia, pudiera haber llegado a igualar al sevillano, pues hubo entre ellos un cierto y temporal paralelismo. De todo esto y salvando circunstancias, se definen los dos casi como gemelos en el camino seguido al principio, quedando después el extremeño como un Valdés Leal, aunque sin tanta obsesión mortal, a pesar de su trágica vida.
La composición de sus grupos tiene un estudiado desequilibrio en el cuadro de ‘La muerte de San Buenaventura’, del Louvre, con el contrapeso de la diagonal del cuerpo del Santo, para contrarrestar la excesiva monotonía de la horizontalidad del resto de los personajes. Y el sombrero rojo, tan violento y vivo de color, levanta hasta el equilibrio la figura por los pies, evitando la sensación de caída. Una solución semejante la vemos en otras obras, pero en ésta el resultado es muy audaz. En ‘La comida de los cartujos’, de Sevilla, el planteamiento es otro. Aquí se rompe la repetición de horizontales con las dos figuras inclinadas del primer término. Zurbarán trata siempre de resolver con cada obra un problema distinto. Y lo consigue.
Es imposible evitar un comentario, aunque sea muy breve, sobre sus bodegones. Puede decirse que en ellos está todo lo que palpita en las naturalezas quietas, donde el llamado pintor de frailes pone todo cuanto puede representar fuera de él, el retrato de las cosas muertas en las que apoyamos la vida, servidumbre que todos necesitamos. Nunca mejor sentido el bodegón que llega en Zurbarán a una combustión ideal. Está en ellos la brasa de una gran llama. Palpita la belleza del silencio de la noche oscura. El espíritu habla y canta el alma. Hay peso y vuelo, abismo y luz.
No pudo darse en España un Fray Angélico, en cierto sentido tan femenino. Más posible fue que se diera un rudo pintor salido de la tierra, como si fuera un árbol. Zurbarán fue así en sus grandes creaciones. Se mantuvo a gran altura muchos años, perdiendo después poco a poco su fuerza hasta caer al final en un estado de penoso rescoldo. Pervive su gloria, porque a un artista se le juzga por sus mejores obras.
LUIS CARRERA MOLINA
Artículo escrito aproximadamente en 1983 para la revista del Club de Campo “La Galera”, de Valladolid (España).